Mi abuelo se pasaba las tardes jugando a la baraja o al ajedrez conmigo, mientras me hablaba del cosmos, de la vida, la soledad, la ataraxia, la muerte (los temas que hoy en día abarcan cada una de mis conversaciones). Me hablaba de defender siempre los ideales, buscar convicciones, forjar una anarquía que nunca cediera, luchar, nunca quedarse en el suelo después de alguna caída, me hablaba de la moral; de respetar y ayudar a mis iguales.
De todo, mi tema favorito siempre fue la vida. Mi abuelo repetía que la vida no era más que una enfermedad crónica; la más peligrosa que haya existido. Que era una enfermedad violenta, que jamás desistía y que, para no dejarnos consumir por ella, teníamos que luchar arduamente por encontrar la cura. Decía que esa cura dependía de cada uno de nosotros: Algunos creen encontrarla en las diversiones mundanas, en los placeres carnales, en las drogas, en los ojos o la sonrisa de alguna persona; y que muchos otros no la encuentran jamás y entonces la vida los destruye de poco en poco, los apaga, deja puerta abierta a la agonía, la melancolía, la pesadumbre, la nostalgia; y éstas, a su vez, nos llevaban a la muerte.
Mi abuelo aprovechaba cualquier momento para contarme una historia nueva. Nunca supe cuáles de ésas eran ciertas y cuáles otras me estaba inventando, pero todas me gustaban. Recuerdo especialmente la última historia que me contó antes de morir, porque en ella me decía, me aconsejaba, me recomendaba que buscará mi cura, mi antídoto, mi salvación en el amor.