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Una semana duró el viaje. Semana que fue como una eternidad para él. Una semana entera en la que lo único que hizo fue pensarse en los brazos de su mujer.

Una vez que el barco llegó a tierra, tomó sus cosas; que no sigan siendo más que la fotografía, la carta de su amada y el doble de ganas de estar con ella.

Se dirigió lo más rápido que pudo hacia su casa. Ella no estaba ahí. Y parecía no haberlo estado por lo menos en toda la mañana. Tomó camino hacia el centro, esperando ver a aquella mujer, por la que había escapado de su prisión, en las plazas o en los teatros o en el museo o alguna exposición de arte. Fue a cada uno de los lugares que ella frecuentaba, y no la vio en ninguno. No la vio ni por error. No pudo siquiera confundirla con alguna otra mujer. La conocía a la perfección. Alessandra, una joven hermosa; no muy alta, con delgadas piernas, delgados brazos, delgada en todo; sus manos eran pequeñas y suaves; su cintura diminuta, tanto que él podía abarcarla con un sólo brazo; su cabello, lacio y brillante; sus ojos, oscuros, de verdad preciosos; tenía una sonrisa que formaba una curva perfecta; su risa, un sonido singular, que era capaz de destruir cualquier pena y regalarle la felicidad; era una mujer con una gran inteligencia, gran saber sobre cultura, un gran gusto por el arte: ¡Ella misma era el arte!

Pasó así la tarde sin verla. Resignado ya de encontrársela. Fue hacia su casa, con la esperanza de que ella ya estuviera ahí. Su sorpresa: Ella no había llegado aún. No dejaba de preocuparse ni un poco. Con cada segundo aumentaba su agonía. Pensaba cuál podría ser la causa de la ausencia de su mujer. No se le ocurrió nada.

Ya de madrugada abandonó la sala. Se había quedado dormido en el sofá. El reloj marcaba las tres de la mañana. Clavó su mirada en su tasa de té, no le había dado ni siquiera un sorbo. Él odiaba el té, pero lo había preparado porque a Alessandra le fascinaba. Fue rumbo a su habitación. El único lugar de la casa al que no había entrado desde su llegada. Todo se veía normal. La cama estaba arreglada, y sobre ella había una recolección de poemas que él mismo había escrito a su amada desde que la conoció. «Eres más poesía que mujer», decía el poemario en la portada. Lo tomó y lo leyó, aunque se supiera de memoria cada letra que estaba escrita. Tomó el lapicero que tenía en una pequeña mesa al lado de la cama, y escribió uno o dos poemas más, que pretendía recitarle a su mujer cuando la volviera a ver.

Cuando terminó de escribir quiso poner el libro en su lugar, y de éste cayó una carta. Reconoció en ella la letra fina y elegante de Alessandra. No perdió ni un segundo y comenzó a leerla con la misma emoción que había leído la primera.

AlessandraWhere stories live. Discover now