La juventud de Avonlea halló difícil retornar a la monótona existencia cotidiana. Para Ana en particular, las cosas parecían terriblemente chatas, anticuadas y sin valor tras la excitación de que disfrutara durante tantas semanas. ¿Podría regresar a los tranquilos placeres de los lejanos días anteriores al festival? Al principio, tal como le dijera a Diana, le pareció que no.
- Estoy completamente segura, Diana, de que la vida no puede ser otra vez exactamente igual a la de aquellos viejos tiempos – dijo tristemente, cual refiriéndose a un período de por lo menos cincuenta años atrás –. Quizá después de un tiempo me acostumbre, pero temo que los festivales inhiben a la gente para la vida diaria. Supongo que por eso Marilla no los aprueba. Es una mujer sensata. Debe ser mucho mejor serlo, pero no creo que me gustara porque es algo muy poco romántico. La señora Lynde dice que no hay peligro de que llegue a serlo, pero que uno nunca puede afirmarlo. Siento que quizá crezca y lo sea. Pero se debe a que estoy cansada. Anoche no pude dormir. Imaginaba el festival una y otra vez. Es lo bueno de esas cosas. ¡Es tan bonito recordarlas!.
Sin embargo, la escuela de Avonlea volvió a su viejo curso. No obstante, el festival había dejado su rastro. Ruby Gillis y Emma White, que riñeran por la precedencia en los asientos de la plataforma, ya no se sentaron en el mismo pupitre y la amistad de tres años se quebró. Josie Pye y Julia Bell no se hablaron durante tres meses, porque Josie le había dicho a Bessie Wright que la reverencia de Julia Bell, antes de recitar, le hizo pensar en un pollo sacudiendo la cabeza y Bessie se lo contó a Julia. Ninguno de los Sloane tenía trato con los Bell, porque éstos habían declarado que aquéllos tenían demasiada participación en el programa y los Sloane respondieron que los Bell ni siquiera eran capaces de hacer bien lo poco que les tocó. Finalmente, Charlie Sloane se peleó con Moody Spurgeon MacPherson, porque éste dijo que Ana Shirley recitaba mal, y Moody recibió una buena paliza. Consecuentemente, la hermana de Moody, Ellie May, no le habló a Ana durante el resto del invierno. Con excepción de estas pequeñas fricciones, el trabajo continuó con regularidad en el pequeño reino de la señorita Stacy.
Pasaron las semanas invernales. Era un invierno tan benigno, con tan poca nieve, que Ana y Diana pudieron ir al colegio casi todos los días por el Camino de los Abedules. El día del cumpleaños de Ana venían saltando alegremente, con los ojos y oídos alerta en medio de su charla, pues la señorita Stacy les había dicho que pronto debían escribir una redacción sobre “El lenguaje invernal de los bosques”, y ello las impulsaba a ser observadoras.
- Imagínate, Diana, hoy tengo trece años – comentó Ana con voz aterrada –. Me cuesta comprender que estoy en la adolescencia. Cuando desperté esta mañana, me pareció que todo debía ser distinto. Tú ya hace un mes que los tienes, de manera que no es tanta novedad para ti como para mí. Hace que la vida parezca más interesante. Dentro de dos años seré una verdadera señorita. Es un gran consuelo pensar que entonces podré emplear palabras difíciles sin que ser rían de mí.
- Ruby Gillis dice que piensa tener un romance en cuanto llegue a los quince.
- Ruby Gillis no piensa más que en romances – respondió Ana, desdeñosa –. En el fondo, se pone muy contenta cuando alguien escribe su nombre en un “atención”, aunque finja enfadarse. Pero temo que éste sea un comentario muy poco caritativo. La señora Allan dice que nunca debemos hacer comentarios poco caritativos, pero a menudo se escapan sin que uno se dé cuenta. Yo simplemente no puedo hablar sobre Josie Pye sin tener un pensamiento poco caritativo, de manera que nunca la menciono. Debes haberlo notado. Estoy tratando de parecerme cuanto pueda a la señora Allan, pues creo que es perfecta. El señor Allan lo piensa también. La señora Lynde dice que él adora el suelo que ella pisa y agrega que le parece que no está bien que un ministro deposite tanto afecto en un
ser mortal. Pero es que, Diana, los ministros también son seres humanos y tienen sus pecados que les persiguen como a cualquier otro. El domingo pasado por la tarde mantuve una conversación muy interesante con la señora Allan sobre los pecados obsesionantes. Hay sólo unas pocas cosas de las que se puede hablar los domingos por la tarde, y ésa es una de ellas. Mi pecado obsesionante es imaginar demasiado y olvidar mis deberes. Estoy tratando de vencerlo con toda mi voluntad y ahora que tengo trece años quizá me vaya mejor.
- Dentro de cuatro años podremos soltarnos el pelo – dijo Diana –. Alice Bell no tiene más que dieciséis y ya se peina así, pero creo que es ridículo. Yo esperaré hasta los diecisiete.
- Si yo tuviera la nariz ganchuda de Alice Bell – dijo Ana, decidida –, no me atrevería... ¡Otra vez! No podré decirlo porque no es muy caritativo. Además, la comparaba con mi propia nariz y eso es vanidad. Me parece que pienso demasiado en mi nariz desde que escuché hace ya mucho tiempo un piropo sobre ella. En realidad, es un gran consuelo para mí. Diana, allí hay un conejo. Es algo que debemos recordar para la redacción. Creo que los bosques son tan hermosos en invierno como en verano. Están tan blancos y quedos como si estuvieran durmiendo, soñando hermosos sueños.
- No le temo a la redacción cuando llegue el momento – suspiró Diana –; me las puedo arreglar para escribir sobre los bosques, pero la que tenemos que hacer para el lunes es terrible. ¡Qué idea la de la señorita Stacy de hacernos escribir una historia de nuestra propia imaginación!.
- ¡Pero si es lo más fácil! – dijo Ana.
- Lo es para ti, porque tienes imaginación – respondió Diana –, pero ¿qué harías si hubieras nacido sin ella? Supongo que ya tendrás lista la redacción.
Ana asintió, tratando de no parecer virtuosamente complaciente, pero fracasando en su intento.
- La escribí el lunes pasado por la noche. Se llama “La rival celosa, o juntos en la muerte”. La leí a Marilla y dijo que era pura tontería. Ésa es la clase de crítica que me gusta. Es una historia triste y dulce. Lloraba como una criatura mientras la escribía.
Habla de dos hermosas doncellas, llamadas Cordelia Montmorency y Geraldine Seymour, que vivían en el mismo pueblo y se profesaban devota amistad. Cordelia era una hermosa morena con una guirnalda de cabellos negros y oscuros ojos relampagueantes. Geraldine, una magnífica rubia con el cabello como oro batido y ojos púrpura aterciopelados.
- Nunca vi a nadie con ojos púrpura – dijo Diana, dubitativa.
- Yo tampoco, pero los imagino. Quería algo fuera de lo común. Geraldine también poseía una frente de alabastro. He descubierto qué es una frente de alabastro. Es una de las ventajas de tener trece años. Se sabe mucho más que a los once.
- Bueno, ¿qué fue de Cordelia y Geraldine? – prguntó Diana, que empezaba a interesarse en su suerte.
- Crecieron juntas y bellas hasta llegar a los dieciséis años. Entonces Bertram DeVere llegó al pueblo y se enamoró de la rubia Geraldine. Salvó su vida cuando se desbocó el caballo del carruaje que la llevaba y ella se desmayó en sus brazos mientras la conducía a casa, porque, sabrás, el carruaje se hizo pedazos. Me costó trabajo encontrar cómo se había declarado él, pues no tengo experiencia al respecto. Le pregunté a Ruby Gillis si sabía algo sobre cómo se declaraban los hombres, porque pensé que probablemente fuera una autoridad al respecto teniendo tantas hermanas casadas. Ruby me dijo que estaba escondida en el vestíbulo cuando Malcolm Andrews se declaró a su hermana Susan. Contó que Malcolm le dijo a Susan que su padre había puesto una granja a su nombre y entonces dijo: “¿Qué te parece, bomboncito, si nos encadenamos este otoño?”, y Susan contestó: “Sí... no... no sé... déjame pesar...”, y así están ahora, comprometidos. Pero no me pareció que esa clase de declaraciones fueran muy románticas, de manera que hube de imaginarla lo mejor que pude. La hice muy florida y poética, y Bertram cayó de rodillas, aunque Ruby Gillis dice que eso no se hace en esta época. Geraldine lo acepta con un párrafo de una página. Te aseguro que me costó muchísimo ese párrafo. Lo escribí cinco veces y lo considero como mi obra maestra. Bertram le dio una sortija de diamantes y un collar de rubíes y le dijo que irían a Europa en viaje de bodas, pues era inmensamente rico. Pero, ¡ay!, las sombras empezaron a caer en su camino. Cordelia amaba secretamente a Bertram y cuando Geraldine le contó lo del compromiso se puso furiosa, especialmente al ver la gargantilla y la sortija. Todo su afecto por Geraldine se trocó en amargo odio y juró que nunca la dejaría casarse con Bertram. Pero fingió ser tan amiga de Geraldine como siempre. Una tarde estaban sobre un puente que cruzaba una corriente turbulenta, y Cordelia, pensando que se hallaban solas, empujó a Geraldine por encima de la barandilla con una burlona carcajada. Pero Bertram lo vio todo y se lanzó de inmediato a la corriente, exclamando: “¡Te salvaré, mi sin par Geraldine!”. Pero, ¡ay!, había olvidado que no sabía nadar, y ambos se ahogaron abrazados. Sus cuerpos fueron arrojados a la costa al poco tiempo. Los enterraron en la misma tumba y el funeral fue imponente, Diana. Es mucho más romántico terminar un cuento con un funeral que con una boda. En lo que se refiere a Cordelia, se volvió loca del remordimiento y la encerraron en un manicomio. Me pareció que era una retribución poética por su crimen.
- ¡Cuán perfectamente hermoso! – suspiró Diana, que pertenecía a la misma escuela de críticos que Matthew –. No veo cómo puedes sacar historias tan estremecedoras de tu cabeza. Quisiera tener una imaginación como la tuya.
- La tendrías si la cultivaras – dijo Ana –. He pensado un plan, Diana. Fundemos tú y yo un club de cuentos y escribamos para practicar. Te ayudaré hasta que puedas hacerlos sola. Debes cultivar la imaginación. La señorita Stacy lo dice. Lo único que debe hacerse es tomar por el buen camino. Le conté lo del Bosque Embrujado, pero me dijo que equivocamos la senda con eso.
Así fue como el club de cuentos empezó a existir. Al principio estuvo limitado a Ana y Diana, pero luego se extendió para incluir a Jane Andrews y Ruby Gillis y a una o dos más que querían cultivar su imaginación. No se permitieron varones, aunque Ruby opinaba que su admisión lo haría más excitante; cada miembro debía presentar un cuento semanal.
- Es muy interesante – dijo Ana a Matthew –. Cada una debe leer su cuento en voz alta y todos los comentamos. Los vamos a guardar como reliquias y los haremos leer a nuestros descendientes. Cada una escribe con seudónimo. El mío es Rosamund Montmorency. Las niñas se portan bastante bien. Ruby Gillis es algo sentimental. Pone demasiado amor en sus cuentos y usted sabe que eso es preferible que falte y no que sobre. Jane nunca lo pone, porque dice que la hace sentirse muy tonta cuando debe leerlo en voz alta. Los cuentos de Jane son extremadamente sensatos. Diana pone demasiados crímenes en los suyos. Dice que las más de las veces no sabe qué hacer con los personajes, de manera que los mata para librarse de ellos. La mayoría de las veces tengo que sugerirles un tema, pero no me cuesta, pues tengo millones de ideas.
- Creo que ese asunto de los cuentos es la mayor de las tonterías – gruñó Marilla –. Tienen un montón de simplezas en sus cabezas y gastan tiempo que podrían dedicar a las lecciones. Leer cuentos es malo, pero escribirlos es peor.
- Pero tenemos cuidado de que todos contengan una moraleja, Marilla – explicó Ana –. Siempre insisto sobre eso. Todos los buenos son recompensados y los malos adecuadamente castigados. Estoy segura de que debe tener un efecto total. La moral es algo grande; así lo dice el señor Allan. Le leí uno de los cuentos a él y a su esposa y ambos estuvieron de acuerdo en que la moraleja era excelente. Solo que rieron donde no debían. Me gusta más cuando la gente llora al llegar a las partes patéticas. Diana escribió a su tía Josephine sobre nuestro club y ésta contestó que debíamos enviarle algunos de nuestros cuentos. De manera que copiamos cuatro de los mejores y se los remitimos. La señorita Josephine Barry escribió que nunca había leído algo tan divertido. Eso nos sorprendió un poco porque los cuentos eran muy patéticos y casi todos morían. Pero estoy contenta de que le gustaran a la señorita Barry. Eso demuestra que nuestro club hace algún bien en el mundo. La señora Allan dice que ése debe ser el objeto de todos nuestros actos. Trato siempre de que así sea, pero muy a menudo lo olvido cuando me divierto. Espero que cuando crezca seré un poco como la señora Allan. ¿Le parece que hay perspectivas, Marilla?.
- No diría que muchas – fue la alentadora respuesta –. Estoy segura de que la señora Alla nunca fue una criatura tonta y olvidadiza como tú.
- No, pero tampoco era tan buena como ahora – respondió Ana seriamente –. Me lo dijo; es decir, dijo que era terriblemente traviesa cuando niña y que siempre se metía en camisa de once varas. ¡Me sentí tan alentada cuando la escuché! ¿Es muy malo que me sienta alentada cuando oigo que otros han sido tan malos y traviesos? La señora Lynde dice que sí. Dice que siempre le produce mal efecto escuchar que alguien ha sido malo, no importa cuán pequeño fuera. Contó que una vez supo que un ministro cuando niño robó una torta de frutas a su tía y ya no pudo sentir respeto por él otra vez. Yo no hubiera reaccionado así. He pensado que fue noble de su parte confesarlo y también pienso cuán alentador sería para los niños de hoy que hacen cosas malas y lo sienten, saber que cuando crezcan quizá lleguen a pastores a pesar de ello. Así lo siento, Marilla.
- Lo que yo siento en este instante, Ana, es que es hora de que los platos estén lavados. Has tardado media hora más de lo necesario con tu charla. Aprende a trabajar primero y a charlar después.
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Ana de las tejas verdes
JugendliteraturVol. 1/8 Ana es una huérfana que ha pasado por muchas dificultades antes de ser adoptada por error, aún así su personalidad soñadora y vivaz la ayudara a encontrar su destino de la mejor manera.