Vanidad y disgusto

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Marilla, mientras regresaba a casa un atardecer de abril después de una reunión en la misión, cayó en la cuenta de que el invierno había terminado y sintió el estremecimiento de delicia que trae la primavera tanto a los ancianos y a los tristes como a los jóvenes y a los alegres.  Marilla no era dada al análisis subjetivo de sus ideas y sentimientos.  Probablemente imaginaba que estaba pensando en sus problemas y en la alfombra nueva para la sacristía, pero bajo esas reflexiones existía una armoniosa conciencia de campos rojos, cubiertos por neblinas de púrpura pálida bajo el sol poniente, de largas, puntiagudas sombras de pinos extendiéndose sobre la pradera más allá del arroyo; de quietos arces floridos bordeando una laguna cual un espejo; de un despertar del mundo y de un latir de ocultos pulsos bajo la tierra gris.  La primavera se desparramaba por el país y el sereno y ya maduro andar de Marilla se hacía más rápido y vivaz a causa de su profunda y prístina alegría.
  Sus ojos observaron afectuosamente “Tejas Verdes”, que asomaba entre la arboleda, devolviendo los rayos del sol que se estrellaban en sus ventanas en repetidos fulgores de gloria.  Marilla, mientras recorría el húmedo sendero, pensó que era realmente agradable saber que hallaría en casa un fuego vivo y chispeante y una mesa bien dispuesta para el té, en vez del ambiente frío que encontraba al regresar de anteriores reuniones en la misión, antes de que Ana llegara a “Tejas Verdes”.
  En consecuencia, cuando Marilla entró en la cocina y se encontró con el fuego apagado y con que Ana no aparecía por ninguna parte, se sintió justamente desilusionada e irritada.  Y eso que le había advertido a Ana que tuviera el té listo para las cinco.  Tuvo que despojarse rápidamente de su vestido (que era uno de los mejores) y preparar todo ella misma antes de que Matthew regresara del campo de labranza.
- Arreglaré a la señorita Ana cuando llegue a casa – dijo Marilla ásperamente mientras cortaba leña con un trinchante con más energía de la estrictamente necesaria.  Matthew había llegado y esperaba el té sentado pacientemente en su rincón –.  Anda vagando por ahí con Diana, escribiendo historias, ensayando diálogos u otras tonterías por el estilo, y nunca piensa en la hora o en sus obligaciones.  Tendrá que terminar de una vez por todas con esa clase de cosas.  No me importa que la señora Allan diga que es la criatura más brillante y dulce que ha conocido.  Puede ser dulce y brillante, pero su cabeza está llena de tonterías y nunca se sabe qué es lo que hará.  En cuanto sale de una extravagancia se mete en otra.  ¡Vaya!  Heme aquí diciendo lo mismo que reproché que dijera a Rachel Lynde.  Realmente me alegré cuando la señora Allan habló de Ana como lo hizo, porque de no haberlo hecho, sé que yo hubiera tenido que decirle algo muy violento a Rachel delante de todos.  Sólo Dios sabe la cantidad de defectos que tiene Ana, y estoy muy lejos de querer negarlos.  Pero soy yo quien la está educando y no Rachel Lynde, que le encontraría faltas al arcángel Gabriel si viviera en Avonlea.  Pero Ana no debería haber abandonado la casa así cuando yo le había dicho que se quedara y se ocupara de todo.  Debo decir que con todos sus defectos, nunca se había mostrado desobediente o indigna de confianza antes, y lo de hoy me apena muchísimo.
- Bueno, no sé – dijo Matthew, quien, paciente, discreto y, sobre todo, hambriento, había estimado que lo mejor era dejar que Marilla se desahogara, sabiendo por experiencia que ella terminaba mucho más rápido cualquier trabajo que tuviera entre manos si no se la interrumpía con argumentos inoportunos –.  Quizá la estás juzgando muy pronto, Marilla.  No digas que no es digna de confianza hasta que no estés segura de que te ha desobedecido.  Quizá todo pueda explicarse; Ana lo hace muy bien.
- No está aquí cuando yo se lo indico – respondió Marilla –.  Creo que le será muy difícil explicar eso a mi entera satisfacción.  Por supuesto, sabía que te pondrías de su parte, Matthew.  Pero soy yo quien la está educando, no tú.
  Era ya oscuro cuando la cena estuvo lista, y Ana no aparecía corriendo apresuradamente por el puente de troncos o subiendo por el Sendero de los Amantes, sin aliento y arrepentida ante el sentimiento de deberes no cumplidos.  Marilla lavó los platos y los guardó ásperamente.  Luego, como necesitaba una vela para alumbrar el sótano, subió a la buhardilla a buscar la que generalmente se encontraba en la mesa de Ana.  Al encenderla, se volvió para hallarse con que Ana estaba tendida en el lecho boca abajo, con la cabeza entre las almohadas.
- ¡Dios misericordioso! – exclamó sorprendida –, ¿has estado durmiendo, Ana?.
- No – fue la ahogada respuesta.
- ¿Estás enferma, entonces? – inquirió Marilla con ansiedad dirigiéndose hacia el lecho.
- No.  Pero, por favor, Marilla, váyase y no me mire.  Me encuentro sepultada en los abismos de la desesperación y ya no me importa quién sea el primero de la clase o escriba la mejor redacción o cante en el coro de la escuela dominical.  Esas menudencias no tienen importancia ahora porque supongo que ya no seré capaz de ir a ningún lado otra vez.  Mi carrera ha terminado.  Por favor, Marilla, váyase y no me mire.
- ¿Ha oído alguien alguna vez algo como esto? – quiso saber la desconcertada Marilla –.  Ana Shirley, ¿qué es lo que te ocurre?, ¿qué has hecho?  Levántate ahora mismo y dímelo.  Ahora mismo he dicho.  Bueno, ¿qué es lo que pasa?.
  Ana se había deslizado al suelo con desesperada obediencia.
- Mire mi cabello, Marilla – murmuró.
  Marilla alzó la vela y observó escrutadoramente el cabello de Ana, que le caía sobre la espalda en pesados mechones.  Ciertamente tenía una apariencia muy extraña.
- Ana Shirley, ¿qué has hecho con tu cabello?  ¿Está verde? – Verde era lo más parecido a aquel color raro apagado, verde bronceado, con listas de un rojo original para realzar el horrible efecto.  Nunca en su vida Marilla había visto algo tan grotesco como el cabello de Ana en aquel momento.
- Sí, es verde – gimió Ana –.  Yo pensaba que nada podía ser tan feo como el rojo; pero ahora sé que es diez veces peor tener el cabello verde.  Oh, Marilla, ni se imagina lo completamente desdichada que me siento.
- Ni me imagino cómo te has metido en esto, pero voy a averiguarlo – dijo Marilla –.  Voy inmediatamente a la cocina, aquí hace demasiado frío.  Dime exactamente qué has hecho.  Hace tiempo que esperaba algo raro.  No te has metido en ninguna dificultad desde hace dos meses, y tenía la seguridad de que debía llegar alguna.  Ahora bien, ¿qué has hecho con tu cabello?.
- Lo teñí.
- ¡Lo teñiste!  ¡Teñiste tu cabello!  Ana Shirley, ¿no sabes que eso es vanidad?.
- Sí, sabía que era vanidad – admitió Ana –.  Pero pensé que valía la pena ser un poquito mala para librarse del cabello colorado.  Algo tenía que costarme, Marilla.  Por supuesto, estoy decidida a ser más buena en otras cosas en compensación por esto.
- Bueno – dijo Marilla sarcásticamente –, si yo hubiera decidido que valía la pena teñirme el cabello, por lo menos habría elegido un color decente y no verde.
- Pero es que yo no quería teñirlo de verde, Marilla – protestó Ana –.  Si fui mala quería hacerlo con algún provecho.  Él dijo que mi cabello se volvería de un hermoso negro lustroso; me lo aseguró.  ¿Cómo podría dudar de su palabra, Marilla?  Sé lo que significa que duden de la palabra de uno.  Y la señora Allan dice que nunca debemos sospechar que alguien no nos está diciendo la verdad, a menos que tengamos pruebas.  Yo tengo pruebas ahora, el cabello verde es prueba suficiente para cualquiera.  Pero no las tenía entonces y creí cada una de las palabras que dijo implícitamente.
- ¿Qué dijo quién?  ¿De qué estás hablando?.
- El buhonero que estuvo aquí esta tarde.  Le compré a él la pintura.
- Ana Shirley, ¿cuántas veces te he dicho que nunca dejes entrar a uno de esos italianos?.
- Oh no, no lo dejé entrar.  Recordé lo que usted me dijera y salí yo; cerré la puerta cuidadosamente y miré la mercancía en el escalón.  Además, no era italiano, era un judío alemán.  Tenía una caja enorme llena de cosas muy interesantes y me dijo que estaba trabajando mucho para hacer dinero suficiente para traer de Alemania a su esposa e hijos.  Habló de ellos con tanto sentimiento que me conmovió.  Quise comprarle algo para ayudarle en tan encomiable empresa.  De repente, vi la botella de tintura para el cabello.  El buhonero dijo que estaba garantizada para teñir cualquier cabello de un brillante negro y que no se iba al lavarlo.  En un instante me vi con un brillante cabello negro y la tentación fue irresistible.  Pero el precio del frasco era de setenta y cinco centavos y yo sólo poseía cincuenta.  Creo que el hombre tenía muy buen corazón, porque dijo que, por ser yo, me lo vendería por cincuenta centavos.  De manera que se lo compré, y en cuanto se hubo ido subí y me lo apliqué con un viejo cepillo de cabeza, según decían las indicaciones.  Usé todo el contenido de la botella, y, ¡oh, Marilla!, cuando vi este horrible color me arrepentí de haber sido mala, puedo asegurarlo.  Y estaré arrepentida toda la vida.
- Bueno, espero que así sea – dijo Marilla severamente –, y que tendrás los ojos bien abiertos cuando te tiente tu vanidad, Ana.  Sólo Dios sabe lo que habría que hacer aquí. 
Supongo que lo primero es lavarte bien la cabeza y ver si eso resulta.
  Y así se hizo.  Ana se lavó la cabeza restregándosela vigorosamente con agua y jabón, pero lo único que consiguió fue quizás decolorar su rojo original.
  Ciertamente el buhonero había dicho la verdad cuando afirmó que la tintura era inmutable al lavado, aunque su veracidad podía ser puesta en tela de juicio a otros respectos.
- Oh, Marilla, ¿qué puedo hacer? – preguntaba Ana hecha un mar de lágrimas –.  No puedo vivir con esto.  La gente ha olvidado mis otras equivocaciones: el linimento en el pastel, el emborrachar a Diana y mi mal genio con la señora Lynde.  Pero nunca olvidará éste.  Pensará que no soy respetable.  Oh, Marilla, “¡qué tela de araña tan intrincada tejemos cuando tratamos de engañar!”.  Esto es poesía, pero es verdad.  Y cómo se reirá Josie Pye.  Soy la niña más desgraciada de la isla del Príncipe Eduardo.
  La desgracia de Ana duró una semana.  Durante ese período no fue a ningún lado y se lavó la cabeza todos los días.  Sólo Diana conocía el fatal secreto, pero había prometido solemnemente no decir nunca nada y puede afirmarse que cumplió su palabra.  Al cabo de una semana, Marilla dijo decididamente:
- No hay nada que hacer, Ana.  Es un tinte magnífico.  Tienes que cortarte el cabello, no hay otra solución.  No puedes salir así.
  Los labios de Ana temblaron, pero comprendió la amarga verdad de las observaciones de Marilla.  Con un desmayado suspiro fue en busca de las tijeras.
- Por favor, Marilla, córtelo de una vez y terminemos.  Oh, siento que mi corazón se hace pedazos.  ¡Es una aflicción tan poco romántica!  Las jóvenes de los libros pierden sus cabelleras a causa de fiebres o las venden para conseguir dinero para alguna buena acción, y estoy segura de que no sentiría tanto perder la mía en una ocasión de ese estilo.  Pero no es nada agradable tener que cortarse el cabello por habérselo teñido de un color horrible, ¿no es cierto?  Voy a llorar durante todo el tiempo que usted tarde en cortármelo, si no le molesta.  ¡Parece una situación tan trágica!.
  Ana se lamentó entonces, pero más tarde, cuando subió y se miró en el espejo, se sintió desesperada.  Marilla había hecho su trabajo concienzudamente y había sido necesario cortar el cabello lo más corto posible.  El resultado no fue muy apropiado.  Ana volvió el espejo contra la pared.
- Nunca volveré a mirarme al espejo hasta que mi cabello crezca – exclamó apasionadamente.
  Luego, en forma repentina, volvió a ponerlo de frente.
- Sí, lo haré.  Haré penitencia por haber sido tan mala.  Me miraré al espejo cada vez que entre a mi cuarto y veré lo fea que estoy.  Y tampoco imaginaré lo contrario.  Nunca creí
que me sintiera orgullos de mi cabello, pero ahora sé que sí, a pesar de ser rojo, porque era tan largo, espeso y ondulado.  Supongo que ahora ha de ocurrirle algo a mi nariz.   El cabello corto de Ana hizo sensación en la escuela el lunes siguiente, pero, para alivio suyo, nadie sospechó la verdadera razón de ello, ni siquiera Josie Pye, quien, de cualquier modo, no perdió la oportunidad de decirle a Ana que parecía un verdadero esperpento.
- No contesté nada cuando Josie me dijo eso – le confió Ana esa noche a Marilla, que yacía en el sillón después de uno de sus dolores de cabeza –, porque pensé que era una parte de mi castigo y que debía soportarlo con paciencia.  Es duro que le digan a una que parece un esperpento y quise contestar.  Pero no lo hice.  Sólo le dirigí una mirada despectiva y luego la perdoné.  Una se siente muy virtuosa cuando perdona a la gente, ¿no le parece?  Estoy decidida a dedicar todas mis fuerzas a ser buena después de esto y nunca más trataré de ser hermosa.  Por supuesto, es mejor ser buena.  Sé que es así, pero a veces es muy difícil creer una cosa así a pesar de saberla.  Realmente quiero ser buena, Marilla, como usted y como la señora Allan y la señorita Stacy y crecer para orgullo suyo.  Diana dice que cuando mi cabello comience a crecer ate una cinta de terciopelo negro alrededor de mi cabeza con un lazo.  Dice que le parece que quedará muy bien.  Yo lo llamo cintillo, que suena muy romántico.  Pero ¿estoy hablando demasiado, Marilla?  ¿Le molesta?.
- Mi cabeza está mejor ahora.  Aunque esta tarde me dolía muchísimo.  Estos dolores de cabeza míos van de mal en peor.  Tendré que consultar a un médico.  En cuanto a tu charla, no creo que me moleste.  Me he acostumbrado a ella.
  Ésta era la manera que tenía Marilla de decir que le gustaba oírla.

Ana de las tejas verdesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora