CAPÍTULO 1

73 2 0
                                    

El tornillo que le atravesaba la articulación del pie se habíaoxidado, y tenía tan desgastados los surcos en forma de cruz de la cabeza que,en su lugar, solo quedaba una depresión circular de bordes irregulares. Ledolían los nudillos de la fuerza que ejercía en cada giro de destornillador,intentando aflojar el tornillo. Cuando consiguió que asomara lo suficiente parapoder arrancarlo con la mano biónica de acero, el fino relieve en espiral habíaquedado completamente borrado.

Cinder arrojó el destornillador sobre la mesa, asió el pie por eltobillo y tiró con fuerza para desencajarlo. De pronto saltó una chispa que lechamuscó las puntas de los dedos. Cinder soltó el pie de golpe y se apartórápidamente, por lo que este quedó colgando de una maraña de cables rojos yamarillos.

Se recostó hacia atrás con pesadez y dejó escapar un gruñido dealivio. Una sensación de liberación revoloteaba al final de los cables. Despuésde llevar cuatro años maldiciendo aquel pie que le venía demasiado pequeño,juró no volver a ponerse aquel chisme nunca más. Ahora solo faltaba que Iko notardara demasiado en volver con el recambio.

Cinder era la única mecánica del mercado semanal de NuevaPekín que ofrecía un servicio integral. Sin letrero, lo único que delataba lanaturaleza de su negocio eran las estanterías que llenaban las paredes,abarrotadas de recambios de serie para androides. La tienda estaba encajada enun recoveco sombreado, entre un comerciante de seda y un hombre que sededicaba a la compraventa de telerredes. Ambos solían quejarse del fuerte ydesagradable olor a grasa y metal que manaba del tenderete de Cinder, a pesar de que el aroma de los bollitos de miel de la panadería del otro lado de la plazasolía disimularlo. Cinder sabía que, en realidad, lo que no les gustaba era estarcerca de ella.

Un mantel lleno de manchas separaba a Cinder de los curiososque se paseaban por delante. La plaza estaba atestada de compradores yvendedores ambulantes, de niños y bullicio. De los gritos de quienes intentabanregatear con tenderos robóticos, empeñados en que los ordenadores rebajaransu margen de beneficio. Del zumbido de los escáneres de identidad y lamonótona voz que anunciaba la recepción del dinero cuando este cambiaba decuenta. Del rumor de las telerredes, que revestían los edificios y asfixiaban elaire con el murmullo de anuncios, noticias y cotilleos.

La interfaz auditiva de Cinder amortiguaba el ruido y lo convertíaen un susurro vibrante, pero ese día no conseguía ahogar la persistente melodíaque se imponía a todo lo demás. A pocos pasos de su puesto, unos niñosbailaban en corro cantando «cenizas, cenizas, todo se derrumba» y luego setiraban al suelo, riendo alborozadamente.

Una sonrisa se debatía en los labios de Cinder. No tanto por lacancioncita infantil -una canción sobrecogedora sobre la peste y la muerte, quehabía recobrado popularidad durante la última década y que le provocabacierto repelús- como por la satisfacción con que acogía las miradasdesaprobadoras que los transeúntes les dirigían a los niños, que, muertos derisa, les entorpecían el camino con sus caídas. La molestia de tener que sortearlos cuerpos que se retorcían en el suelo provocaba los reniegos de loscompradores. Solo por eso, Cinder adoraba a los niños.

-¡Sunto! ¡Sunto!

Se había acabado la diversión. Cinder vio que Chang Sacha, lapanadera, se abría camino entre la gente, vestida con su delantal cubierto deharina.

-¡Sunto, ven aquí! Te he dicho que no quiero que juegues tancerca de...


Sacha miró a Cinder, frunció los labios, cogió a su hijo por el brazoy dio media vuelta. El niño gimoteó y fue tras ella arrastrando los pies mientras su madre le ordenaba que no se alejara del tenderete. Cinder arrugó la nariz enun gesto de burla dirigido a la espalda de la panadera. Los demás niñosdesaparecieron raudos y veloces entre la multitud y se llevaron sus risascantarinas consigo.

CinderWhere stories live. Discover now