CAPÍTULO 2

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  Las sirenas del vehículo de emergencias no habían acabado deenmudecer cuando el zumbido de otro motor retumbó en la plaza. Unaspisadas contundentes sobre el pavimento, seguidas de una voz que escupíaórdenes, rompieron el silencio que se había instalado en el mercado. Acontinuación, una voz distinta, gutural, respondió a la primera. Cinder searrastró por el suelo polvoriento de la tienda mientras se pasaba la bolsa por elhombro y apartó a un lado la tela que cubría el tablero de trabajo.   

  Deslizó los dedos por la rendija de luz que se colaba por debajo dela puerta y la levantó muy despacio. Con la cara pegada al suelo cálido ygranuloso, consiguió distinguir tres pares de botas amarillas al otro lado de laplaza. Un equipo de emergencias. Levantó la puerta un poco más y vio que loshombres —todos ellos protegidos con máscaras de gas— rociaban el interior delhabitáculo con un líquido que procedía de un recipiente metálico de coloramarillo. A pesar de la distancia que los separaba, el hedor que desprendía lehizo arrugar la nariz. 

—¿Qué está pasando? —preguntó Iko a sus espaldas. 

—Van a quemar el puesto de Chang-jie. —Cinder recorrió la plazacon la mirada y se fijó en el reluciente levitador blanco que estaba detenidocerca de la esquina. Salvo por aquellos tres hombres, el lugar se encontrabadesierto. Cinder rodó sobre su espalda y alzó la vista hacia el sensor de Iko, queseguía proyectando un débil resplandor en la oscuridad—. Saldremos cuando leprendan fuego, mientras están distraídos. 

—¿Estamos metidas en un lío? 

—No, es que hoy no me apetece hacer un viajecito a lascuarentenas.  

  Uno de los hombres dio una orden, que fue seguida por un rumorde pasos. Cinder volvió la cabeza y espió por la rendija a tiempo de ver cómodisparaban un lanzallamas hacia la panadería. El olor a gasolina no tardó enmezclarse con el del pan quemado. Los hombres se mantenían a una distanciaprudencial, mientras sus siluetas uniformadas se recortaban contra unas llamascada vez más altas. 

Cinder alargó una mano, asió a la androide del príncipe Kai por elcuello y la depositó en el suelo. Se la colocó debajo del brazo y levantó la puertalo suficiente para poder deslizarse hasta el exterior, sin perder de vista lasespaldas de aquellos hombres. Iko la siguió y se dirigió veloz al siguientetenderete mientras Cinder bajaba la persiana. Avanzaron a toda prisa entre lashileras de puestos —la mayoría de ellos abandonados con las puertas abiertasde par en par durante la estampida generalizada— y doblaron por el primerangosto callejón que se abría entre las tiendas. Un humo negro encapotaba elcielo sobre sus cabezas. Segundos después, un escuadrón de unidades móvileszumbaba sobre los edificios en dirección a la plaza del mercado. 

Cinder aflojó el paso cuando consideró que se habían alejado losuficiente del mercado y salieron del laberinto de callejones. El sol había hechosu recorrido diurno y empezaba a posarse por detrás de los rascacielos, al oeste.Hasta el aire transpiraba, impregnado del calor del mes de agosto, aunque devez en cuando soplaba entre los edificios una brisa cálida, que levantabaremolinos de basura procedente de las alcantarillas. Las calles volvieron allenarse de vida a cuatro manzanas del mercado, abarrotadas de transeúntesque formaban corrillos en las aceras para comentar el brote de peste que sehabía declarado en el centro de la ciudad. Las telerredes encajadas en lasparedes de los edificios emitían imágenes en directo del incendio y de lascolumnas de humo que se elevaban en el centro de Nueva Pekín y lasaderezaban con titulares alarmistas según los cuales el número de personasinfectadas aumentaba de manera exponencial, a pesar de que, por lo que Cindersabía, hasta ese momento solo se había confirmado un caso. 

—Qué lástima de bollos con glaseado de caramelo... —dijo Iko alpasar junto a un primer plano del puesto calcinado  

  Cinder se mordió el interior de la mejilla. Ninguna de las doshabía probado los aclamados dulces de la panadería del mercado. Iko carecía depapilas gustativas y Chang Sacha no despachaba a ciborgs. 

CinderWhere stories live. Discover now