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Mi familia siempre a vivido en Rolla, un precioso pueblo rodeado de naturaleza. Una joya por descubrir ubicada en el condado de Rolette, en Dakota del Norte.

Me llamo Maddie y lo que más me apena es no haber conocido a mí abuelo, Harold Sullivan, el que antaño fue el médico del pueblo. Él es mí héroe por varias razones. La principal es que tuvo los suficientes redaños para abandonar a la lunática de mí abuela, Dorothy, a la que sólo conozco en dos estados, alcoholizada o con resaca.

Mi madre es un caso a parte. Dejó los estudios durante la reveldía de la adolescencia y se puso a trabajar de camarera en la cefetería Betty's. Allí conocío al donante de semen al que debería referirme cómo "padre". Un tal Lance. Lance huyó del pueblo cuando se enteró de qué yo estaba en camino. Después de que mí madre diese a luz, con tan sólo 17 años, parece que tuvo una revelación, y decidió retomar sus estudios para acabar terminando la carrera de medicina.

Mientras mí madre estaba en clase yo me quedaba a cargo de mí abuela. Esa a la que la mayor parte del tiempo le costaba distinguir entre un bote de gel para bebé y una botella de whisky. Fueron varias las ocasiones en las que mí madre llegaba a casa y la encontraba durmiendo en el sofá. Y cuando empecé a dar mis primeros pasos sin duda lo hice custodiada por mí ángel de la guarda.

Una de las anécdotas con las que mí abuela justifica el echo de repetir hasta la saciedad que estoy hecha de la piel del diablo es en la que, estando ella tirada en el sofá sin sentido, mí madre llegó a casa y se acercó hasta mí cuna para saludarme. Por supuesto, yo no estaba allí, aunque mi abuela insistía en todo lo contrario. Acto seguido maldijo por mis dotes de escapista para, más tarde, encontrarme junto a la chimenea, apagada por ser pleno verano, llena de tizne y totalmente desnuda.

Con el paso de los años ya no me conformaba con sentirme libre dentro de casa, también inspeccioné el jardín. Y más de una vez crucé la valla que rodeaba la casa, que esta a las afueras del pueblo. Mi abuela no se esforzó ni lo más mínimo en cuidar de mí. Sinceramente pienso que una manada de lobos me hubiese prestado más atenciones de las que recibí.

Mi madre realizó las prácticas de la carrera en la consulta médica del pueblo, bajo la supervisión del anciano doctor Hicks. Tras su muerte, ella pasó a ser la doctora titular de Rolla. Entre sus nuevas funciones estaba cuidar de la salud de todos los habitantes del pueblo, además de acudir a la reserva india de Turtle Mountain cada vez que los que la habitaban requiriesen de sus servicios.

Los indios americanos de la reserva de Turtle Mountain pertenecían a la nación Chippewa. A mí nunca me pareció que fuesen del todo felices. A pesar de qué ocupaban unos 182 quilómetros cuadrados parecían estar presos en el pedacito de las que verdaderamente eran sus tierras antes de qué los blancos se las arrebatasen.

La reserva no era cómo las que aparecían en las ilustraciones de los libros infantiles que había ojeado en la escuela. En el poblado principal se había propuesto abrir un casino, pero finalmente no se consiguió el consenso suficiente. Si el proyecto se huviese llevado a cabo toda la comunidad se huviera beneficiado de las ganancias, y la vida de los indios de la reserva habría mejorado bastante. Porque aunque sus habitantes vivian dignamente, lo hacían de un modo muy humilde.

Algunas familias, las que menos, vivían en casas que se habían construído ellos mismos. Otras tantas, en casas de madera destartaladas. Algunas en caravanas antiguas. Por último, y en el lugar más remoto de su territorio, se erigía un poblado de indios dispuestos a mantener sus ancestrales costumbres. Su jefe era Halcón Feroz.

El jefe Halcón Feroz era muy estricto con las normas. Incluso había llegado a expulsar de la reserva a su hermano, Oso Paciente, por atreverse a cuestionarle. Pero sus ojos no podían llegar a todas partes y los jóvenes del poblado solían acudir a escondidas al poblado principal para ver la televisión o hacer consultas en internet.

Halcón Feroz permitía que los habitantes de su poblado acudieran a la escuela comunitaria, y que aprendiesen inglés, pero no consentía que lo hablaran en el poblado. La lengua en la que se comunicaban era la suya nativa, el anishinaabemowin. Vivían en wigwam con forma de cúpula. Sus techos eran de corteza de árbol. El suelo y el interior de las mismas se cubrían de pieles de oso y ciervo para aíslarlas del frío. Y su transporte habitual eran los caballos, que solían montar sin silla.

El único blanco que antaño había sido bienvenido al poblado de Halcón Feroz era mí abuelo, que salvó su vida cuando todavía era un niño. Pero su resentimiento hacia los blancos venía de muchos años atrás, cuando su padre le contaba que, siendo el pequeño, fue retenido en un internado donde le cortaron el pelo, le obligaron a cristianizarse y le lavaban la boca con jabón cada vez que hablaba en su lengua.

A pesar de qué Halcón Feroz y los habitantes de su aldea se esforzaban por mantener su forma de vida, el día a día de los indios había cambiado bastante. Ya no migraban, ya no navegaban por los ríos con sus legendarias canoas, ya no cazaban caribús para alimentarse. El arroz silvestre que en la antigüedad recolectaban las mujeres, ahora lo vendían cómo producto gourmet. Al igual que la savia de arce, con la que elaboraban un exquisito azúcar. También fabricaban todo tipo de prendas de cuero y reproducciones de los utensilios que utilizaban sus ancestros para venderlos en tiendas de souvenirs y mercadillos de la zona.


Mi amado OHANZEEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora