Pasaron los años y para mí, el tiempo que transcurría entre visita y visita a la reserva, ya no era vida, solamente una cuenta atrás.
Con 10 años de edad, Ohanzee y yo ya éramos capaces de montar a caballo sin silla. Aunque primero teníamos que ingeniárnoslas para lograr subirnos a él. Yo estaba totalmente integrada en la vida de la tribu. La familia de Ohanzee era cómo la mía propia y conocía a la perfección la historia de los Chippewa, sus costumbres y el rol que me tocaba seguir.
Cuando Ohanzee cumplió 13 años, y yo ya contaba con 12, ambos despertábamos a la pubertad. Solíamos desaparecer durante horas para refugiarnos en la cueva de la garra del oso. Allí es donde nos juramos que jamás nos separaríamos.
Mi madre conoció a Ron, un tipo de la capital, ese mismo verano, y sus visitas a Rolla se hicieron cada vez más frecuentes. Su relación se consolidó rápidamente y Ron incluso se quedaba a dormir en nuestra casa. Tal cosa ocasionaba que las discusiones entre mi madre y mi abuela fuesen en aumento, y la situación se volvió insostenible.
Una semana antes de que acabaran las vacaciones escolares, Ohanzee y yo nos bañábamos en una zona de aguas tranquilas del río que cruzaba la reserva. Los demás niños de nuestra edad jugaban en el agua salpicándose unos a otros. Todos estábamos creciendo y floreciendo a la vida.
Me había pasado más de media hora lavando el pelo de Ohanzee. Sabía que le encantaba que le masajeara el cuero cabelludo, por eso solía hacerlo con frecuencia. Al acabar, le había trenzado su larga y oscura melena, y él me había regalado un precioso pasador que había hecho con sus propias manos.
Mi necesidad de estar con Ohanzee se estaba convirtiendo en mariposas en el estómago. Y él parecía sentir lo mismo por mí. Sin más cogió mi mano y me miró de un modo tan intenso que presentí que algo importante iba a ocurrir.
-"El sol en el pelo", Maddie,... yo...- empezó Ohanzee.
-Dime, ¿Qué pasa?- le pregunté intrigada.
-Sé que todavía somos demasiado jóvenes pero, me gustaría que, en un futuro, fueses mi mujer.
-¿En serio?- le cuestioné ilusionada. ¿Quién podía ser mejor marido para mí que mi mejor amigo y alguien a quién aprendí a querer hace tiempo?
-No me imagino un mundo sin ti- me confesó Ohanzee.
-Ni yo una vida sin que estés a mí lado, pero, ¿Crees que tú padre aprobará nuestro matrimonio? Él es muy estricto con las tradiciones y tú, el día de mañana, te convertirás en el jefe de la tribu y legarás esa responsabilidad en tus hijos y... yo soy blanca- le planteé apenada.
- Tú, para mí padre, eres cómo una hija más. Además, eres mucho más Chippewa que muchas de las indias que viven en el asentamiento principal de la reserva- aseguró Ohanzee- Necesito que me des tu consentimiento porque quiero hablar con tú madre, pedirle tú mano.
-¡Claro que sí!- le afirmé abrazándole con ímpetu. Aunque cada vez me costaba más abarcarle, estaba creciendo muy deprisa.
- ¡Esta bien!- dijo Ohanzee emocionado. A continuación me sostuvo la mirada con determinación y acercó sus labios a los míos dándome mí primer beso. También fue el primero para él. Puedo asegurar que en ese momento me dio un vuelco el corazón y hasta mis ojos se llenaron de estrellas.
-Te amo más que el espíritu del trueno a la mujer de los campos de maíz- dijo Ohanzee.
-Y yo te amo más de lo que jamás Nube Azul amó a Toro Bravo- le aseguré.
En aquel momento, y sin saber todo lo que comportaba amarse, nos juramos que nos querríamos cómo nunca nadie se había querido antes. Luego, y de la mano, fuimos en busca de nuestros padres.
Mi madre salió del wigwam de Halcón Feroz y se despidió efusivamente de la mujer de éste y de Koko, la hermana pequeña de Ohanzee. Antes se había despedido de todos los miembros de la tribu, uno a uno. Después, cuando ya nos tuvieron a la vista, nos hicieron señas para que nos acercásemos.
-Maddie, quiero que te despidas de Halcón Feroz, de Ohanzee y del resto de la tribu. Vamos a trasladarnos a Bismark- dijo mí madre.
Al instante Ohanzee y yo nos miramos con los ojos llenos de lágrimas.
-¡No mamá! ¡Yo no puedo irme! ¡Me quedaré a vivir con la abuela! ¿Porqué no os vais a Bismark Ron y tu?- le propuse desesperada.
-¡No digas tonterías, Madison! Tú abuela no es capaz de cuidar ni de sí misma. Nos marchamos hoy. Tengo un nuevo trabajo en el hospital de la ciudad y tú, plaza en el colegio- me rebatió mí madre.
-¡Espera, mamá! Puedo quedarme aquí, en la reserva. ¡No quiero marcharme!- aseguré cogiendo con más fuerza la mano de Ohanzee. Pero Halcón Feroz leyó en nuestros ojos cuales eran nuestras intenciones, así que agarró fuertemente a su hijo antes de que echara a correr tirando de mí.
Mi madre hizo lo propio conmigo, aguantando mis codazos y patadas. Grité hasta quedarme afónica. Lloré hasta que se me acabaron las lágrimas. Le rogué hasta la saciedad que no me apartara de Ohanzee, de mí gente, de mí entorno. Ella me arrancó el corazón, y eso es lo último que se espera de una madre.
Aquella misma noche viajamos a Bismark. De la noche a la mañana mí vida cambió por completo. De tenerlo todo, de tocar la felicidad con la yema de mis dedos, pasé a la nada más absoluta. De vivir libre y formando parte de la naturaleza, pasé a habitar una jungla de asfalto, en un reducido apartamento, sin conocer a nadie y sin Ohanzee.
Me pasé meses sin hablar con mí madre más de lo necesario. Saliendo únicamente de casa para ir a clase y regresando directamente al acabar. Incluso llegué a sentirme enferma. Estaba metida en un oscuro agujero del que parecía que jamás podría volver a salir.
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Mi amado OHANZEE
RomanceVivía en medio de la nada, pero era mí nada, mí lugar. Ohanzee me conectó con la tierra, me enseñó a amar a la naturaleza. Separarme de él fue un duro golpe para mí. Por mucho que pasara el tiempo, el constante ruido de la ciudad no conseguía acalla...