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La tarde de uno de los últimos días del mes de julio, cercana a mí quinto cumpleaños, sonó el teléfono en la consulta médica que atendía mí madre. Solicitaban sus servicios desde la reserva, cosa que era habitual. Lo que no era tan habitual es que lo hiciese Halcón Feroz. Cómo nunca antes había visitado esa parte de la reserva, y sabiendo que estaba más alejada, decidió pasar primero por casa para advertir a mí abuela  de que volvería más tarde de lo habitual.

Cuando llegó a nuestra casa me encontró en el jardín durmiendo junto al perro. Pero pronto me despertaron los gritos. Porque a gritos era la manera en la que se comunicaban las mujeres de mí familia. Tras la discusión de turno, ella me subió a su camioneta. No tardé demasiado en volverme a dormir.

Cuando mi madre llegó al poblado de Halcón Feroz el sol se despedía dejando destellos anaranjados en el horizonte. La camioneta estaba cubierta de polvo del camino y una ligera brisa refrescaba el ambiente.

Tras hacerse con sus utensilios médicos, se bajó del coche. Acto seguido se dirigió a Halcón Feroz. El jefe de la tribu, después de haber consultado a varios chamanes, seguía preocupado por la salud de su esposa y el bebé que llevaba en su vientre. Y a pesar de sus creencias, y sus prejuicios, dejó que su corazón le guiase en esa ocasión. Ambos entraron en la vivienda, donde mí madre atendió a la mujer de Halcón Feroz. 

En el momento en el que me desperté, y todavía desperezándome, miré por la ventanilla del coche para averiguar donde me encontraba. Mis dos grandes ojos azules se tornaron ojipláticos observando todo lo que me rodeaba. Estaba en un lugar asombroso y, para mí, todavía por descubrir. Antes de poder acomodar mi despeinada melena ya tenía la mano sobre la maneta de la puerta del coche. ¡Porque no existían límites para una pequeña aventurera cómo yo!

Cómo me había quedado dormida sin zapatos me bajé del coche descalza. Nunca había ido a la guardería, por lo que me llamó poderosamente la atención ver a un montón de niños jugando y riendo juntos. Sus risas guiaron mis pasos. Y ellos, al ser de los más pequeños de la tribu, todavía no habían tenido contacto con el exterior. Enseguida me rodearon y tocaron mí pelo contemplando sorprendidos el color de mis ojos. Entre ellos estaba Ohanzee, el hijo de Halcón Feroz que, por aquel entonces, contaba con seis años de edad.

No se quién le resultaba más extraño a quién. Tampoco yo había visto jamás niños con el pelo tan largo y unas ropas tan extrañas. Pero los ojos de Ohanzee me trasmitieron mucha calma, me reconfortaron. Recuerdo que me tiré un buen rato mirándolos y él también me miró fijamente.

Yo no entendía ni una palabra de lo que me decía pero, a pesar de ello, cogí su mano y me dejé guiar hasta la cabaña de su abuelo. Por sus gestos deducí que le preguntó por mi pelo rubio y mis ojos azules. Mis labios imitaron sin más la palabra que no paraba de salir de su boca. Era "abuelo" en su lengua. Su abuelo sonrío al escuchar que yo también le llamaba abuelo. Y para mí, desde entonces, ese fue su nombre. "El sol en el pelo" me nombró el abuelo en su lengua nativa. "El sol en el pelo" repitió Ohanzee. Y para los miembros de la tribu ese pasó a ser mi nombre.

Minutos más tarde mi madre dió por solucionado el problema de salud de la mujer de Halcón Feroz, cosa que se demostró un mes más tarde, tras el parto. Cuando se acercó de nuevo a la camioneta se percató de que la puerta de atrás estaba abierta y yo no estaba en el interior. Halcón Feroz la tranquilizó siguiendo el rastro de mis huellas. Ya frente a la cabaña del padre de Halcón Feroz, Ohanzee y yo salimos de la mano al exterior. Recuerdo que esa fue una de las pocas veces que ví sonreía a Halcón Feroz. Pero la escena no le resultó tan enternecedora a mí madre, que me azotó en el trasero y tiró de mí hasta subirme de nuevo a la camioneta.

-¡Ohanzee! ¡Ohanzee!- grité mientras me alejaba en brazos de mí madre. Y los ojos de Ohanzee no se despegaron de los míos hasta que nos perdimos de vista.

Desde ese momento las visitas al poblado se hicieron habituales y con ellas las oportunidades de disfrutar de la compañía de Ohanzee. Él me enseñaba palabras en su lengua y yo le enseñaba palabras en la mía, pero no fue eso lo único que me enseñó. Compartió conmigo, cómo lo haría un niño con otro, toda la sabiduría de sus ancestros ejemplarizada en pequeñas cosas. Y jamás volví a ver las cosas del mismo modo. Desde mi inocente punto de vista empecé a respetar todos los mandamientos indios que Ohanzee me explicó.

Primero caminé de puntillas durante días para no pisar ninguna hormiga, porque quería tratar con respeto a todos los seres vivos. Además no volví a arrancar una flor, porque toda vida es sagrada. Tampoco me excedí cogiendo arena para mis pasteles de barro, porque no quería tomar de la tierra más de lo necesario. Sin darme cuenta había abierto mi corazón y con el tiempo entendí el gran legado que me había sido trasmitido.

 Tiempo después llegó la hora de empezar el colegio y le rogué a mí madre que me llevara a la escuela de la reserva. La intenté convencer por todos los medios, pero no hubo manera. Y cómo no me salí con la mía me sentía impotente, por lo que a menudo me comporté con poca disciplina.

Cuando estaba en el poblado me sentía viva, formaba parte de algo. Y no me apartaba de Ohanzee más de lo necesario. Aunque siempre estabamos rodeados de otros niños del poblado, no concebíamos el estar el uno sin el otro. Yo me mantuve simpre en compañía de los niños, cómo Kuruk y Sahale, primos de Ohanzee. Con ellos aprendí a rastrear, cazar y pescar. Y, a pesar de qué Aponi, Rozene o Sihu insistían, escasas veces jugué con otras niñas.



Mi amado OHANZEEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora