La Gema del Invierno

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Mithlór
Año 3200

—¿Dónde estás, Amadea? —susurró el guerrero a la oscuridad, desenfundando su espada. El silencio era total. El laberinto se extendía frente a él, de apariencia imposible; mas él podía orientarse gracias a su perfecto conocimiento de éste. Llevaba décadas siendo guardián de lo que el laberinto escondía. Hasta entonces, no había tenido que enfrentar un enemigo así.

No sospechó de las intenciones de la chica hasta saber quién era. La había creído su aliada, su compañera, leal al reino. Pero Amadea no pertenecía a su raza. Era una espía.

Oyó ruido de pisadas. Trató de adivinar de dónde venían. Esto se repetía cada ciertos minutos, y él iba siempre tras el sonido, aunque comenzaba a pensar que era una táctica infructuosa. ¿Cómo saber si ella usaba la magia para engañarlo? Se encaminó hacia el centro del laberinto. Se quedaría junto a la Gema y ahí la esperaría, pese al riesgo que suponía permitirle acercarse tanto a ésta.

No vio a su enemiga en todo el trayecto. Llegó al pedestal donde se hallaba un cofre blanco; en su interior estaba la Gema del Invierno, perteneciente a un pueblo antiguo de hechiceros del que solo quedaban vestigios. De gran poder descrito en leyendas, podía aniquilar a un reino en pocas horas, y por ello, protegida en lo más profundo de la fortaleza de los Celestiales.

Amadea se tomaba su tiempo. Él sabía que podía orientarse en el laberinto gracias al mapa que había robado. Quizá intentaba confundirlo, hacer que se confiara o que se alejara del pedestal. No se movió de su puesto, esperando.

Un haz de luz verde iluminó el pasillo a su derecha. Usó su espada para desviar el hechizo que Amadea había tratado de acertarle, y avanzó veloz hacia ella. Amadea retrocedió. Pero conocía bien el estilo de combate de los Celestiales, y había estado planeando ese robo durante mucho tiempo. Puso sus manos al frente, y conjuró un escudo que detuvo a tiempo el mandoble del guardián. Lo deshizo con un pequeño estallido, y continuó luchando. Jugaba sucio, con ataques por la espalda y tretas mágicas. Pero el Celestial no se apartaba del camino.

El pasillo, antes oscuro, estaba fuertemente iluminado de color verde, rayos volaban por doquier e impactaban en los muros. La hechicera esquivaba el filo de la espada con gran habilidad e intentaba engañar a su oponente; pero las fintas no eran efectivas.

La espada alcanzó la parte delantera de su ropa y la rasgó, dejándole una marca superficial en el abdomen. Ella jadeó. Quizás había subestimado al guardián. Si no ingeniaba algo de inmediato, moriría en aquel mismo lugar.

—No soy una ladrona.

Eso lo desconcentró durante un instante, y Amadea logró conjurar cuerdas que se enredaron en las manos del hombre y trataron de obligarlo a soltar la espada. Este soltó una maldición entre dientes pero se negó a dejarla caer. De todas maneras, Amadea ya tenía la ventaja que necesitaba.

—Sólo vengo por lo que me pertenece.

Con una floritura, desarmó al hombre y lo dejó en el suelo, rodeado por un aura verdosa que le impediría levantarse.

Se acercó al pedestal y tomó el cofre.

Minutos más tarde, era perseguida por una docena de guerreros a caballo a quienes su magia no afectaba, algo que Amadea no pensaba posible. Sabía que los celestiales podían hacer algunos objetos capaces de desviar la magia, pero de ninguna manera extender un escudo tan poderoso. Aquellos debían ser la élite del ejército celestial.

Amadea murmuraba maldiciones entre dientes al tiempo que encantamientos para aumentar su velocidad. Aún se hallaba demasiado cerca de la Ciudad para que alguien la ayudara.

Flechas zumbaron al pasar a su lado. ¡¿Arqueros?! Ahora si estaba muerta. Y ese pensamiento resultó ser terriblemente cierto. Un dolor inaguantable cruzó desde su espalda hasta su pecho, de donde sobresalió una punta de metal.

Cayó al suelo, aún apretando el cofre entre sus brazos. Dolía. Nunca se había sentido peor. La magia no la mantendría viva por mucho, y no podía arrancarse la flecha, ni mucho menos levantarse. Mientras los jinetes se acercaban cada vez más, decidió que sólo había una cosa por hacer. Ojalá la leyenda fuese cierta.

Abrió el cofre. Oyó gritos a sus espaldas. La Gema era blanca y relucía fuertemente a la luz de la luna. Alargó la mano hacia ella.

—¡NO! —gritaron los Celestiales, que estaban a punto de llegar. Nunca lo hicieron.

Cuando su mano se cerró alrededor de la Gema, su fulgor la cegó. Sentía su interior ardiendo, pero de forma extraña; y sintió más que ver cómo el hielo se extendía a su alrededor creando formas curiosas en el suelo. Llegó hasta los guerreros, que cayeron de sus caballos y perecieron congelados.

El frío recorría sus venas como nunca lo había hecho la magia. Era un increíble nuevo poder. Se levantó. Llevó la mano a su espalda y sacó la flecha... manchada de verde y también de azul. Sus manos, antes marrón claro, eran ahora de un blanco plateado; además, tenía marcas azules que recorrían su cuerpo formando intrincadas figuras, similares a las que el hielo había dejado en la hierra, y que llegaban casi a los límites de la Ciudad Celestial.

Se sentía fuerte, pero también extraña. Sería mejor que huyera de ahí antes de que mandaran al ejército Celestial al completo.

Con un susurro de su capa, desapareció en la noche rumbo al pueblo de hechiceros que había esperado el regreso de la Gema por siglos. Ella lo había conseguido, por más que no fuera del modo esperado. Su sangre había cambiado. Ya no era hechicera... era realeza. La leyenda del Invierno era cierta. Y ella se había convertido en su descendiente.

Crónicas de MithlórDonde viven las historias. Descúbrelo ahora