Desperté sin aliento. Me sentía más fatigada que cuando me había acostado. Las sienes me latían como si me hubiese bebido dos garrafas de café negro. No sabía qué hora era, pero a juzgar por el Sol debía rondar el mediodía.
Me apresuré a hacer un leve esfuerzo para levantarme de la cama. Los pies me pesaban como si llevase botas de plomo y aún me dolía la cabeza.
Caminé lentamente hasta situarme frente la ventana. A la lejanía la Torre Eiffel decoraba la ciudad de París. Decidí abrir la cristalera y de pronto percibí la claridad del día y mis pulmones llenándose de aire puro.
Echaba de menos pasear por sus calles. Desde que estoy en el hospital no tengo otro pasatiempo que dormir y ver programas absurdos. Tragué en seco y volví a dirigirme hacia la cama. Me acosté con cuidado e intenté entrar de nuevo en aquel dulce trance que hacía olvidar por un momento la situación hasta que fui interrumpida por una bocanada de aire frío que comenzó a acariciar mi nuca.
La puerta del cuarto se había abierto de par en par y una enfermera entró para cambiarme el suero.
Me incorporé de golpe. La visión se me nubló al instante y sentí astillas de hielo taladrándome el cerebro.
-Tranquila Bella- exclamó.
Me dolía todo el cuerpo, incluso al mover la cabeza para asentir. Me tendí de nuevo. La enfermera me acercó un vaso de agua fresca a mis labios. Me lo bebí de un trago.
-Tienes que empezar a comer ya- sugirió.
Cerré los ojos y la oí llenar de nuevo el vaso.
-¿Cuándo podré salir?- pregunté.
-Cuando comas, Bella, cuando comas. - repitió.
Negué con la mano. La sola idea de comer me producía náuseas. La enfermera me puso una mano en la nuca y me sostuvo mientras bebía de nuevo. El agua fría, limpia sabía a bendición.
-Anda, descansa un poco más. Si necesitas algo llama.- dijo al salir.
Mientras se alejaba pude avistar desde mi cama un individuo con el ceño fruncido y la mirada perdida. Pulsaba inquieto la pantalla de su móvil mientras se colocaba una pulsera roja igual que la mía. Deducí entonces que podría estar enfermo y por eso su rostro de impotencia.
Mi mirada ascendió por aquel conjunto de sport escapado de un campo de fútbol hasta detenerse en los ojos, de una pardo tan profundo que uno podría caerse dentro. Calculé que debía tener mi edad, quizá unos años más. Adivinar la edad de un hombre era, para mí, casi imposible. Su tez poseía un color tropical y estaba decorada por numerosos tatuajes que le daban un toque malvado.
Pestañeé dos veces. Aquellos dos ojos me taladraban con tal furia que tardé unos segundos en darme cuenta que estaba enfrente del mismísimo Neymar.
Sí, ese. El mismo que había revolucionado el mundo del deporte convirtiéndose en el fichaje más caro de la historia protagonizando todas las portadas de los periódicos.
Tragué en seco. No podía ser verdad. Permanecí inmóvil y seguí observándolo como una imbécil a medio ataque de parálisis hasta que la puerta se cerró.