5. Alana

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Se iba a la casa de su padre cada último fin de semana del mes. A Alana no le gustaba, pero lo hacía de todas formas.

Su padre no era el problema.

Era su.. familia.

Bueno, quizá su padre sí era el problema.

Hace tres años se había casado con una mujer llamada Carlotta.

Y Carlotta tenía una hija un mes y medio más grande que Alana.

Olivia.

Y Olivia estaba de cumpleaños.

Lo cual significaba el doble de tortura para Alana.

Eran las siete y media de la tarde del sábado, y la casa estaba hecha un alboroto. Olivia haría una gran fiesta para su décimo séptimo cumpleaños, y ella y sus amigas no dejaban de cotillear en el baño.

Alana puso los ojos en blanco y suspiró. Hace una hora que quería darse una ducha.

Escuchó unos pasos avecinarse hacia su cuarto y luego un pequeño e inseguro golpe de nudillos en la puerta. Seguro era su padre.

– Adelante. –la puerta se abrió.

Lo era. Su pelo, oscuro como el de su hija, estaba hecho un desastre, y sus pequeños lentes se le resbalaban cada cinco segundos por su nariz. Observó la pieza por un segundo.

El cuarto de Alana en la casa de su padre no tenía absolutamente nada que ver con su verdadero cuarto en la casa de Leonor. Estaba cubierto en un papel mural morado que Alana detestaba, era bastante pequeño y consistía en una simple cama blanca con un velador. La única prueba física de que la chica había pasado por ahí era el poster de The Cure en el techo y su ropa oscura (desparramada entre la cama y el suelo) que claramente no encajaba con la estética de la habitación.

– Hija.

– Papá.

– Eh – se rascó el cuello – Sabes que también estás invitada a la fiesta de tu hermana. Si quieres, bajas un rato y compartes con los demás chicos cuando lleguen. Tienen todos tu edad.

Alana no sabía que le repulsaba más: la manera en que su padre había dicho la palabra "compartes", o el hecho de que se había referido a Olivia como su hermana de manera ligera y despreocupada.

– No lo veo posible ni en mil años más, papá, pero gracias de todos modos.

Asintió, y con eso se marchó. La relación padre-hija era incómoda, pero no siempre lo había sido. Y él había tenido la culpa.

O al menos eso es lo que Alana siempre había sentido, aunque nunca lo había dicho en voz alta.

Su padre se había marchado cuando Alana tenía diez.

No volvió.

Sus padres se divorciaron cuando la chica tenía trece.

Tres años de incertidumbre sobre sus paraderos, y ninguna disculpa.

Volvió como si nada hubiera ocurrido, de repente la llamó desde un teléfono desconocido avisándole que estaba en la ciudad y que por qué no hacían algo juntos. Leonor casi se cae de espaldas cuando Alana se lo contó.

Se sacudió el recuerdo de la cabeza y se puso a escribir.

A veces, Alana escribía. Cuando algo le sucedía, cuando estaba molesta, cuando estaba triste o extremadamente contenta, escribía.

Y otras veces escribía como si estuviera molesta cuando verdaderamente no lo estaba. Conocía bien su manera de pensar bajo el efecto de los distintos estados de ánimo, y le entretenía crear algo en su mente que no estaba ocurriendo realmente.

Tenía un diario que podría haber pasado como un diario de vida o como una libreta de trabajo. No era ninguna de las dos, exactamente. Era de cuero negro y por dentro estaba llena de colores y de palabras escritas tan rápidamente que a veces ni ella entendía lo que decían. Nadie nunca se había enterado de su existencia, y para Alana eso estaba bien.

Las horas pasaban y de pronto la casa estaba sumergida en un tumulto adolescente con olor a colonia y sudor. Ella se quedó encerrada en el cuarto. De vez en cuando veía unas luces de auto que alumbraban la estancia que contaba con una sola lámpara de escritorio que no garantizaba mucha iluminación. Más invitados.

Hace un largo rato ya que se había puesto los audífonos. Realmente no lograba soportar la música que escuchaba su generación.

Cuando ya no podía mantener los ojos abiertos por mucho tiempo, Alana decidió acostarse. Se metió en la cama con la misma ropa que tenía puesta a excepción de los pantalones, y se dispuso a dormir.

Pero el estómago no le dejaba de gruñir, y lo sentía demasiado vacío como para ignorarlo toda la noche. Lanzó una hilera de palabrotas y se paró de la cama, sacudiéndose el pelo aplastado. Se puso lo primero que encontró en la oscuridad (que resultaron ser unos pantalones de pijama a cuadros) y partió escaleras abajo.

Con cada escalón que daba, la música se hacía más fuerte, y más se arrepentía de su apresurada y estúpida decisión. Bueno, al fin y al cabo, no eran más que un par de adolescentes medios borrachos muertos por atención. Nadie se fijaría en ella. Además, ¿por qué le importaba?

Tan pronto como pisó el último escalón se corrigió a sí misma. No eran un par. Eran muchísimos. Demasiados, para su gusto. Apretujados como podían y distribuidos entre el patio trasero, la cocina y el living (la casa de su padre era bastante grande.) La música le hacía doler los oídos, y una chica rubia con una sonrisa demasiado grande casi botó su vaso sobre la camiseta de Alana. La fulminó con la mirada y suspiró, preparándose para la gran misión que significaría llegar a la cocina de manera intacta y desapercibida.

Comenzó a empujar a gente de mala gana y terminó pegada contra la pared. Se estaba ahogando en juventud descontrolada.

No, realmente se estaba ahogando.

– ¡Eh, tú, idiota! ¿Puedes apartarte? – terminó diciendo. O gruñendo, mejor dicho.

El chico alto que la aplastaba se dio vuelta y se alejó con una expresión entre traumatizada y molesta. Alana puso los ojos en blanco sin que nadie la viera. Dio el primer paso hacia la cocina, pero se detuvo.

Al otro lado de la habitación, había un chico que no le quitaba los ojos de encima.

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⏰ Last updated: Aug 22, 2017 ⏰

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