ONAISIN NACIÓ en Onayusha, costa de los anas, Tierra del Fuego, en las márgenes del canal Beagle, una mañana de enero.
Su padre era Tlescaia, un ona que alcanzaba casi los dos metros de altura, poderoso de músculos, agilísimo y de muy mal carácter. Su madre, una mujer obscura, Llaca, que vivía al lado de Tlescaia como uno de los tantos perros que éste poseía. El día que Onaisín nació, su padre andaba de caza por el interior de la isla acompañado de varios indios. Cuando, con un guanaco al hombro y seguido de su traílla, llegó al miserable chozo en que vivía, la noticia de que la familia había aumentado durante su ausencia no le hizo gracia alguna.
Tenía ya tres hijos, cuatro perros y una mujer, es decir, ocho bocas que comían, sin contar la de él, más hambrienta que todas las demás juntas; la caza era más difícil de día en día; los hombres blancos aumentaban en la isla en número y en rapacidad; el oro de los lavaderos de Sloggett y de Bahía Valentín no les satisfacía; tampoco se conformaban con la caza del lobo, y empezaban a apoderarse de las tierras y de los animales; robaban al indio sus perros y a veces sus niños y sus mujeres, y lo empujaban hacia el mar, más allá del canal Beagle, hacia las islas inclementes cercanas al Cabo de Hornos o a las desoladas de la salida occidental del Estrecho de Magallanes. ¡ Y todavía, como si todo eso no fuera bastante, le nacía un hijo más!.
Quince días después Tlescaia cogió a su hijo en brazos, lo llevó
a la orilla del mar y sacándolo de la bolsa lo sumergió desnudo en el agua. Se lo entregó después a la madre, llamó a los perros y se marchó 'hacia el interior de la isla. Con esta ceremonia purificadora, que no logró matarlo, Onaisín quedó incorporado a la vida social de la isla.
Su infancia se deslizó de manera espléndida. A los dos años ya tenía nombre. Se le pusieron al cuello lindos- collares de conchas y se le pintó el rostro de rojo y blanco. Crecía mimado por la ternura materna, sin cuidarse del gran Tlescaia, que tampoco se cuidaba de él.
Cuando empezó a dar pasitos y a balbucear algunas de esas largas palabras de la lengua ona, comenzó la primera educación, consistente en el aprendizaje de su idioma, tarea en la que tomaron parte la madre y todas las amigas. Al cumplir los cinco años era. ya todo un hombre y fue necesario pensar en cosas más serias que corretear y comer. Tenía toda clase de preeminencias:
según el concepto familiar ona, un niño de cinco años, por el solo hecho de ser varón y de tener cinco años, era muy superior a la propia madre. Fue entonces cuando empezó a preparársele para la alta misión que le estaba deparada a todo indio.
El abuelo fue el encargado de iniciarlo en el aprendizaje de la dura vida indígena. Puso en sus manos el primer arco y la primera flecha y enseñó al chico. su manejo. Onaisín.demostró poseer excelentes cualidades de inteligencia y de retentiva. En cuanto hubo muerto, de certero flechazo, su primera avutarda, la educación pasó a la segunda época y empezó a acompañar a los hombres, lleno ya de orgullo y de ardor, en las excursiones por las veredas del bosque y por lo. sendero. de la costa, para avezarse a las largas marchas que el indio debía hacer para buscar su sustento. Cuando el gran Tlescaia advirtió que su hijo más pequeño podía valerme por sí solo para alimentarme y que no necesitaba de mucha ayuda para prosperar, fijó en él su atención. Y lo inició en la tercera época del Aprendizaje. Empezaron entonces para Onaisín las grandes correrías, las jornadas de aliento a la caza del guanaco, en las cuales el joven ona dio principio al adiestramiento de sus instintos y de sus sentidos.
Al poco tiempo se deslizaba como reptil por entre la maraña del bosque, saltaba zanjas y precipicios, corría sin fatiga horas enteras, burlaba a los recelosos vigilantes de los guanacos, veía a varias millas de distancia el animal o la persona que buscaba, reconocía las huellas de ol s que habían pasado semanas antes por donde pasaba él, husmeaba el mis ligero olorcillo de los alrededores y volvía al wigwam familiar, desde muy lejos, con pesadas piezas de caza al hombro.
En medio de la vida heroica de su raza, en un clima riguroso, el joven indio me desarrollaba. A los siete años su cuerpo era como un alerce joven, elástico y esbelto, pleno de vigor y de fuerza, y mus pequeños ojos, llenos de malicia y de precocidad, chispeaban de orgullo cuando su padre alababa con parquedad alguna de sus labores.
![](https://img.wattpad.com/cover/121409080-288-k221622.jpg)
ESTÁS LEYENDO
La ciudad de los cesares -Manuel Rojas-
De TodoEs un texto de Manuel Rojas, este libro es el libro virtual. Cada día pondré un poco mas del libro debido a que este es muy largo.