UN DIA, en una bahía cercana al lugar de su residencia, fondeó un barco. Onaisín, que se encontraba ahí, observó los movimientos del barco y de los hombres y vio cómo varios de ellos se dirigían a tierra en un bote. Cuando hubieron desembarcado, Onaisín se acercó. Había visto ya muchos hombres blancos. Saliendo del bosque se dirigió al encuentro de los marineros, y éstos, que le vieron venir, se detuvieron. Llegó el indiecito y, aproximándose a uno, le dijo golpeándole repetidas veces el pecho, según la costumbre ona:
-¿yeyogua? (¿Amigo?)
Rompió a reír el hombre ante el desplante y la tranquilidad del indio, y, más para divertirse que para asustarlo u ocasionarle mal alguno, le disparó el fusil junto al oído. Onaisín miró asombrado al hombre y a su arma y se frotó la cabeza La detonación de un ruido o de un golpe. La hilaridad del marinero creció.
—¡Bravo el indiecito! No tiene miedo.
—Llevémoslo a borda.
Se hicieron indicar por él una vertiente de agua donde llenar unos barriles que traían, y, una vez terminada la aguada, lo invitaron a subir al barco. Creían que el joven indio se resistiría y que para llevarlo tendrían que recurrir a la fuerza, pero, con asombro de todos, Onaisín aceptó entusiasmado.
Llegados a bordo, lo llevaron ante el capitán, que le hizo algunas preguntas que Onaisín no entendió. La única frase que sabía en, idioma extranjero, aprendida de su padre, era una, compuesta de español y de inglés:
—Cristiano no good.
Y de ahí no salía. Lo llevaron a la cocina y el cocinero le sirvió de comer hasta hartarse. Le regalaron una cuchara que había llamado mucho su atención, y cuando el bote hizo un nuevo viaje a tierra, se lo llevaron, dejándolo allí. Onaisín estuvo con ellos un momento y de pronto salió corriendo, llevando apretada en su mano la cuchara, a la que echaba, mientras corría, largas y cariñosas miradas. Llegó al campamento y atropelladamente contó a su padre y hermanos lo que había visto. En la toldería se alzó un griterío terrible. Corrían los indios de un lado para otro gritando, frenéticos; se celebró un consejo que adoptó el acuerdo de esconder a las mujeres y a los niños en el bosque y prepararse para rechazar algún ataque. Reunieron los arcos y aguzaron las puntas de las flechas. A la mañana siguiente se encontraron con que el buque estaba anclado en la bahía en que habitaban. Se refugiaron los indios en la selva y observaron al barco y sus tripulantes. Ya muy entrada la mañana, dos botes se separaron del navío y se dirigieron a tierra. Bajaron los hombres e inspeccionaron los alrededores. El barco era un explorador de la región fueguina y la misión que traían sus hombres era la de levantar un mapa de las laberínticas costas de esa zona. Por este motivo la actitud de los marineros y de los oficiales era pacífica y contemplativa. Los indios se tranquilizaron. Iban ya a enviar un emisario, cuando Onaisín, que estaba nervioso a la vista de sus amigos del día anterior, se adelantó al encuentro de los blancos.
Una aclamación general saludó la aparición del indiecito. Los marinos le golpearon el pecho a su gusto, uno le regaló un botón dorado de su chaqueta, otro le dio un trozo de carne y el mas malicioso le obsequió una caja de fósforos después de enseñarle cómo se prendían.
Todos estos actos demostraron a los indios que aquellos hombres blancos eran inofensivos; fueron entonces apareciendo de uno en uno. El primero en salir fue el gran Tlescaia, quien se dirigió apresuradamente hacia su hijo, y, sin el menor rubor, con todo descaro, le quitó lo que los marineros le habían dado, y, no contento con esto, empezó a pedir a vos en cuello cuanto veía en manos de los hombres. El indio ona empezaba pidiendo un pedazo de carne y concluía por pedir el barco.
Tres días después el barco partió; pero, antes de partir, el capitán y el cocinero trataron con Tlescaia, con gran solemnidad, la compra de su hijo pequeño. Dieron a Tlescaia un cuchillo, un paquete de tabaco, dos botellas de aguardiente y una cinta roja, que el indio se amarró inmediatamente a la cabeza, y con esto Onaisín pasó a ser propiedad del navío. Su padre no padeció pena ni sufrimiento alguno. Tenía otros tres hijos, grandes ya, y el menor no le hacía mucha falta. La única que sufrió fue la madre, y ése fue también el único sufrimiento de Onaisín. Sentada en la playa, sin llorar, la india vio alejarse, poco a poco, el bote que se llevaba a su hijo. Y Onaisín, en la pope del bote, vio cómo, lentamente, se empequeñecía en la distancia la figura de su madre, único ser de su tribu que recordaría siempre.
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La ciudad de los cesares -Manuel Rojas-
NezařaditelnéEs un texto de Manuel Rojas, este libro es el libro virtual. Cada día pondré un poco mas del libro debido a que este es muy largo.