Capítulo I

408 19 0
                                    

Estaba regresando de la facultad tarde a la noche, como todos los lunes. Al igual que los jueves, volvía a casa casi a medianoche. Hundió la barbilla en el cuello alto del pulóver e hizo un puño con las manos dentro de los bolsillos. Se inclinó hacia adelante, como si la cabeza fuera proa abriendo paso entre el viento frío.

No escuchó los pasos a su alrededor ni advirtió las sombras que se le acercaban hasta que, al llegar la mitad de la plaza, se vio de repente en el suelo con un peso caliente sobre la espalda.

Respiraba con agitación mientras trataba de decidir cómo reaccionar. No sentía las piernas y las manos todavía estaban en sus bolsillos, con los dedos aplastados. Le dolía la barbilla y creía que se había mordido la lengua ya que sentía un gusto amargo en la boca. Intentaba moverse cuando sintió un aliento cálido en la oreja izquierda y su corazón se detuvo.

—No te muevas, no grites —dijo una voz ronca de mujer—. No tengo mucho tiempo.

Unos dedos ardientes caminaron por su frente y se clavaron en el punto entre las cejas. Otros se movieron por su estómago, llegaron hasta la cintura de su pantalón y más abajo. Por un momento creyó que... pero se detuvieron un poco debajo del ombligo.

Unas palabras guturales, inentendibles y de una vibración espeluznante resonaron en sus oídos, vibraron en su interior a medida que los dedos, cada vez más calientes, se clavaban en su piel.

Notó cómo líneas de calor la recorrían por dentro, uniendo esos dos puntos y extendiéndose por todo el cuerpo. Los oídos le zumbaban, la vista se le nubló y un sabor ácido se elevó por la garganta, pero fue incapaz siquiera de toser o de hacer el más mínimo ruido.

Cuando todo acabó, sintió tanto frío por dentro que creyó que nunca más iba a poder moverse.

—Vete —la voz sonaba cansada—. Vete ahora, me queda muy poco tiempo, usaré el resto de mis fuerzas para ocultarte de ellos mientras te alejas. Debes irte ahora.

Se percató de que el peso se levantaba de su espalda, sin embargo, aun así, no se movió.

—Vete. —Sintió una patada en su costado—. Vamos, niña, vete ahora.

Se levantó con lentitud y trató de volverse.

—¡Vete!

Pegó un salto y salió corriendo. Solo se detuvo cuando había terminado de cruzar la plaza y estaba en la otra cuadra. Se volvió con lentitud, un peso entorpecía sus movimientos; tardó en reconocer su bolso enredado en el brazo derecho.

En medio de la plaza, varias sombras se acercaban a otra solitaria que parecía estar esperándolas. Esta última se volvió hacia ella. Era una mujer, alta, morena y con una mirada que la taladró, aun a esa distancia.

«Vete», volvió a escuchar la voz en su cabeza.

Las otras sombras se acercaron a la mujer levitando sobre el césped, con jirones negros ondulando a su alrededor. Emitían un silbido tenue cuando se desplazaban. Cayeron sobre la mujer y poco después se elevaron ruidos de mordiscos y masticación. Ella se estremeció.

—¡Vete! —sonó como un chillido.

Salió corriendo de allí y no paró hasta llegar a su casa. Tardó bastante en encontrar las llaves dentro del bolso, mientras agradecía que todavía lo tuviera encima. Miró varias veces hacia atrás, pero no había nada, ninguna sombra a sus espaldas.

Abrió la puerta de la calle con unas manos temblorosas y la cerró con un fuerte golpazo. Corrió por el pasillo e hizo lo mismo con la otra puerta.

En seguida se arrepintió y se quedó inmóvil. Esperaba no haber despertado a su madre. Aunque ella intentaba esperarla despierta, no era lo bastante fuerte. En realidad, lo era cada vez menos desde que había enfermado, un año atrás.

Brujas anónimas - Libro IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora