Un habitante enamorado

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Jamás la olvidaré. Fue hace ocho años que nos prometimos amor eterno en la purificadora del nivel 12. Sellamos el pacto con un beso, e hicimos el amor, torpe, pero apasionadamente.

Tendría yo quince, y ella catorce. Era linda, con esa cabellera pajiza que me encantaba. La adoraba, y aprovechaba cualquier distracción para llevármela al 12 y abusar de su inocencia. Pero no era solo pasión, yo la amaba. Lo aseguro con gallardía. ¡Cómo odiaba cuando Mitchell le acariciaba el rostro! O cuando Wattson la miraba desfachatado, midiéndole las caderas.

Ellos no sabían –ni podían saber– que Kimberly Duncan era mía. Si lo hubieran sabido, me habrían matado.

Ella era la hija de Emil Duncan, médico experimentado, gurú de la radiación. Toda una leyenda. Toda una autoridad. Eso era Duncan para todos los habitantes del refugio, aunque para mí no pasaba de ser un pobre hijo de mala madre.

Mis padres nacieron allí mismo, en el Refugio 109, y yo crecí en sus niveles, sin saber lo que era la luz del sol; pero los Duncan llegaron después, cuando yo tenía once años, y vivía en el 9, confinado a las centrales eléctricas y las bodegas de suministros.

Mi padre era mecánico, y por eso se movía con libertad entre el refugio. Yo lo acompañaba furtivamente gracias a sus amigos, que no veían problema en que un crío se diera una vueltecita de vez en cuando por los niveles superiores.

Me encantaba ir de expedición. Y en la cafetería del cuatro estaba Emma, la fabulosa cocinera, que jamás me negó un delicioso sándwich de brahmán. ¡Cómo los adoraba! Se me hace agua la boca al recordar su sabor.

Fue gracias a una de esas escapadas que pude conocer a Kim. La pillé en uno de los alojamientos, estaba cambiándose. Recuerdo que entré sin medirme, porque andaba perdido entre las bodegas, y caí en medio del alojamiento. Lo primero que noté era el orden y la limpieza, tan distintos de mi alojamiento en el nueve. Lo segundo que noté, era que ahí tenían una máquina de Nuka Cola, vibrando emocionada para mantener las botellas bien resguardadas y escarchadas.

Lo tercero que noté, fue precisamente a Kimberly...

...en ropa interior.

Ambos nos paralizamos. Creí que ella iba a gritar, pero en lugar de eso corrió hacia una de las camas para cubrirse con una sábana:

–¡Largo de aquí! –Exclamó, enojada y furiosa conmigo.

Yo no atinaba a moverme. Era una estatua.

–¡¿Acaso no oyes, tonto?! ¡Vete!

No sé cómo fue que reaccioné, pero al dar media vuelta, me tropecé con un baúl y caí de bruces. Me quedé sin aire, y me rompí el labio inferior.

Mi dolor y mi estupor volvieron a paralizarme. Entonces escuché risas.

Ella se acercó, arrastrando la sábana, y se agachó ante mí.

–¿Te lastimaste?

Asentí. Ella rio, y yo... pues no tuve más remedio que imitarla.

Después de un rato logré levantarme, y ella señaló mis ropas, sucias y –debo confesarlo– bastante aromáticas.

–¡Guácala! ¡Hueles a rata topo!

Ella arrugó la nariz, claramente asqueada, pero jamás dejó de reír. Noté que era linda, una preciosidad de piel blanca, cabellos rubios y algunas pecas salpicándole la cara. Sus ojos, azules, me recordaron al agua purificada del nivel doce: límpida y transparente, que refrescaba nada más con mirarla.

Leyendas del Yermo - Nikky y yoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora