Infortunio

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Yo iba desarmado. Así había que andar en cualquier poblado, porque llevar armas era mal síntoma.

Corrí, como alma que lleva el diablo, y escuchar cada detonación me hacía temblar el alma.

El destello del láser y el fogonazo de los cañones eran aterradores.

Y todo ocurría en la hostería.

Vi a uno de los tiradores. Por fortuna, todos miraban hacia la hostería.

Me agaché, saqué el cuchillo de mi pierna y ataqué.

Le cercené el cuello en un microsegundo, le arrebaté un complicado mosquete laser y disparé a dos guardias con capas rojas.

Entonces me convertí en el centro de la atención. Los disparos llovían sobre mí. Fue tremendo. Una bala de diez milímetros me rozó el hombro, y me habrían matado, de no ser porque Nikky me apoyaba desde la hostería.

Tuve que correr para alejarme del peligro, y la fortuna quiso que decidiera ocultarme en un local. Pateé una puerta, tropecé, caí y di una voltereta... y me encontré con dos hombres. Un tipo de unos cincuenta –pasado de kilos– y un chico de unos quince. Cerré la puerta y aseguré con una silla. El lugar era sorprendente, con una consola RobCo, almanaques por todos lados y cientos de cuadernos argollados apilados en las paredes.

Les apunté. Me llevé un dedo a la boca en señal de "silencio" y les pedí que se echaran al suelo. Yo estaba preocupado por Nikky, pero recordemos que ella tenía un rifle en sus manos, y eso la convertía en una chica letal. Además, desde mi ubicación podía escuchar su láser, y eso me tranquilizaba un poco.

Y yo tenía rehenes.

Un par de suculentos rehenes.

–¡¿Quién eres?! –le pregunté al hombre.

–¡Solo estoy de paso! ¡Deje ir al muchacho!

–¡¿Qué es este lugar?!

No me respondieron. Pateé al hombre en la cabeza. El muchacho gimió:

–¡Es la oficina principal! ¡Aquí llevamos el censo!

–¡¿Quién es usted?! –le insistí al hombre. Él miró al muchacho. Yo lo noté.

–Nadie... solo pasaba por aquí... por favor, deje ir al chico, no tiene nada que ver.

–¿Por qué cazan a mi compañera? –pregunté de nuevo.

–No lo sé... yo...

Volví a patearlo. Le hice sangrar la boca.

–¡Me lo explicas o te mato a patadas! –rugí. Y la emprendí con el hombre.

–¡Es una synth! –Sollozó el chico.

Sonreí. Eran padre e hijo, y esa oficina era importante.

–¡Deja ir al chico! –me rogó el hombre.

Sonreí:

–¿Y si mejor lo mato? –Le puse el cañón en la cabeza al chico. Las lágrimas no me conmovieron en lo absoluto.

–¡No! ¡No, por favor! ¡Mátame a mí!

Suspiré:

–Bien, don nadie, ordena a tus hombres que dejen de disparar, o le vuelo la cabeza a tu hijo.

–¡Por favor...!

–¡YA! –Mi furia era tremenda. Con gusto habría desintegrado a ese chico.

Leyendas del Yermo - Nikky y yoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora