Prólogo

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Londres, 1870

El hedor a muerte perfilaba los rincones de la estancia como una angustiosa premonición, pero ni la aparición divina de todos sus santos podría haber tentado a Abigail a salir de allí. Todo en su actitud apuntaba a que pasaría el resto de su vida arrodillada frente a la cama de su madre, especialmente si ese era el requisito para mantenerla consciente. Lady Stratford agonizaba, esclava de altas fiebres que la mecían en el limbo. Entretanto, la hija adolescente podía aprovechar sus momentos de lucidez para confiar en la utopía de su recuperación.

—Abby, mi corazón. Tienes que escucharme.

Abigail se llevó la mano de su madre al corazón. El pensamiento de cuánto le gustaría poder transmitirle el latir vital de sus órganos, cederle la vida a cambio de nada, la consumía lentamente.

—Abby, mi Abby... —repetía—. Sabes que este es nuestro último rato juntas, ¿verdad? Sabes que... Sabes que te quiero y que eres mi mayor recompensa en la vida. Mi golpe de suerte.

—Yo también te quiero. Por eso no puedes irte —añadió rápidamente—. Preferiría morir a quedarme sin ti.

—No digas esas cosas —gimoteó, estrechando con fuerza sus manos—. Yo no soy ni seré nunca un motivo por el que merezca la pena morir... Aunque no haya nada más bonito que irse amando. Y es de eso justamente de lo que quiero hablarte.

Lady Stratford sonrió y alargó una mano para acariciarle la mejilla. Había un ángel cautivo en su gesto de pura bondad, y el corazón del fuego renacido bailaba en sus ojos claros. Para Abby, era la mujer más bella del orbe pese a su estado. Si algo le consolaba, era que como criatura celeste, el Cielo la recibiría con los brazos abiertos.

—Escúchame bien, Abigail... Aún no conoces el mundo, y Dios sabe que nunca estarás preparada para su crueldad. Creo firmemente que nadie lo está. Pero cuando salgas a la luz, cuando te presenten en sociedad, cuando decidas casarte o cuando simplemente interactúes con el resto... No te asustes y sé valiente. Te van a hacer daño, ¿me entiendes? Muy pocos ahí fueran tienen tu buen corazón, y rara vez actúan movidos por el bien común. Saldrás herida en incontables ocasiones porque las personas como tú nunca llegan a entender la maldad ajena, del mismo modo que ellos tampoco comprenderán tu magnanimidad, y a menudo querrán destruirla, o apropiarse de ella... Por eso quiero que me prometas que te protegerás y serás fuerte, y al mismo tiempo, no dejarás que nadie te quite lo que te pertenece: tu esencia. No le des a nadie la oportunidad de destruir quien eres. Y si te destruyen, mi dulce Abby... Si se les ocurre intentarlo... Renace. Renace siendo quien eres o una mejor versión de ti misma, pero jamás te amoldes a lo que ellos establecen, porque siempre habrá alguien que valore así. Alguien que te querrá tal y como eres, que amará cómo te muestras, que se desesperará por extraer el dolor de tu alma...

—Y esa eres tú —sollozó Abby—. Solo tú... Ni siquiera padre...

—No pienses en él ahora, y deja que...

Una tos ronca y violenta se apoderó de lady Stratford. Se cubrió la boca con el fino pañuelo bordado que no había soltado en días, en el que aún relucían los lamparones de sangre seca. Tras recomponerse, separó con dificultad el broche de la cadena que llevaba al cuello. Del cordel de plata, pendía una minúscula lágrima de un material humilde, cuya esquina apuntaba hacia arriba. La observó con seriedad unos segundos, hasta que se la tendió a Abigail con aire solemne.

—Esto es quien eres, mi amor. Y eres también lo que le falta. —Señaló la esquina de la piedra—. Esto es lo que me queda por decirte.

»Solamente decides a dónde perteneces. No hay nada escrito sobre ello, por mucho que hayan intentado inculcártelo. Ni tu marido es tu dueño, ni tu madre, ni tu padre, ni esta casa hace tu hogar. Cuando llegue ese el momento en el que necesites echar raíces, has de dejar que sea tu corazón quien decida, no ninguna condición o rutina previa. El hogar no viene establecido —sonrió, trémula—. Tú lo creas.

»Elige o crea uno perfecto para ti, Abby.

»Elige o crea uno perfecto para ti, Abby

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Cómo hacer que un conde se arrodille [YA A LA VENTA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora