Londres, 1880
«La noble empresa de buscar marido se ha de confiar al personal adecuado. Tomar la iniciativa sin un estudio previo y exhaustivo de posibilidades solo conducirá a la dama al desastre»
Extracto del Manual de modales y otros requisitos para ser la dama perfecta
—¿Qué tal Sebastian Talbot? —sugirió Jess, ladeando la cabeza en dirección a una pareja de invitados.
Ese debía ser el «qué tal inserte-nombre-de-aristócrata» número quinientos ochenta y seis...
...como mínimo.
Lady Jezabel Ashton, gran amiga, fiel consejera y comprometida intrigante de la aventura de encontrar un marido adecuado para ella, se había tomado tan en serio su papel que solo le faltaban los prismáticos y la vara de medir para considerar a los candidatos. Su complicidad hacia el plan había sido satisfactoria desde el principio, pero ahora que la señorita Viviana Radcliff —tercera intrigante del objetivo matrimonial— estaba demasiado ocupada trastornando a su esposo, el duque de Saint-John, se había visto en el deber de exagerar su reincidencia en la maquinación.
A decir verdad, Abby echaba de menos a la italiana. No únicamente porque sus escandalosas ocurrencias quedaran para la posteridad, sino porque con su buen ojo y determinación, Viviana habría elegido al candidato que ella necesitaba en una sola noche. Aunque ni Jess ni ella lo dijeran, cada vez se notaba más que no contaban con su valiosa perspicacia. Asistían a la cuarta velada en la que intentaban ponerse de acuerdo, y a juzgar por cómo se estaba desarrollando, Abby tenía claro que no sería la última.
—Mi padre nunca permitiría que me casara con un empresario —repitió por décima vez, con ese tono paciente que consideraba su mayor virtud. Si hubiera sido enemiga de la sutileza quizá la habría zarandeado por insistir en endosarle un ricachón sin abolengo—. Y es demasiado grande y feroz para mi gusto. Es decir... No es que me halle precisamente en situación de buscarle defectos a los posibles pretendientes, pero preferiría no casarme con un hombre que a simple vista me aterroriza.
Sí, definitivamente, ese hombre le daba miedo. Era más alto que el índice de pobreza del East End y tenía la clase de mirada capaz de darle a entender a su interlocutor que era un despreciable bufón. Los motivos de su popularidad llamaban tanto la atención de las descaradas como repelía a las modestas muchachas que dedicaban su vida a la complacencia, tal y como ella. Y por si fuera poco, la temible cicatriz que le cruzaba la mejilla le confería el aspecto de un pendenciero pirata, aire que desde luego no la incitaba a hacer buenas migas con él. En todo caso, hacer como el resto de los presentes: huir como si de la peste se tratase.
No, Sebastian Talbot no era para ella...
...pero Jess se daba golpecitos en el labio, meditándolo.
—A mí me parece muy atractivo, pese al evidente defecto físico. Y parece sano: podría darte muchos hijos.
—No lo dudo. Pero también parece capaz de arrearles palizas para educarlos —añadió, imprimiéndole toda la dulzura posible—. Y desgraciadamente no estoy preparada para lidiar con un maltratador en potencia. « »
Jess la miró sin parpadear.
—No me termino de acostumbrar a tus exageraciones, Abigail Appleby. De veras que no lo consigo. Pero he cogido el punto —repuso enseguida, recuperando el buen ánimo—. Así que... Adiós, Talbot.
Tachó alegremente el nombre de la lista que reposaba su regazo, captando la atención de algunos curiosos.
Un baile no era el mejor sitio para ponerse a tramar perversas estrategias de conquista. Entre otras cosas porque ningún lugar o acontecimiento social era bueno para maquinar... Pero la Comitiva del Cortejo tenía seguía sus propios métodos, y dado que daban resultado —Viviana era el claro ejemplo—, Abigail no estaba por la labor de menospreciarlos. Bastaba con ignorar las miradas interesadas y quizá censuradoras de los invitados, del mismo modo que lo hacía lady Jezabel, y continuar escrutando a lo lejos con la esperanza de hallar un milagro.
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Cómo hacer que un conde se arrodille [YA A LA VENTA]
HistoryczneAntes de formar la Comitiva del Cortejo, las probabilidades de encontrar marido de Abby Appleby eran nulas. Con veintisiete años recién cumplidos, vestidos horrendos en el guardarropa y ni una libra que ofrecer como dote, veía su futuro tan negro qu...