Uno.

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Erase una vez, en un gran reino, donde vivía una linda princesa. Pero no era una de aquellas niñas caprichosas y groseras, sino una hermosa niña llena de bondad y humildad. Aquella princesa de dorados cabellos, piel blanca y ojos verdes fue criada de la mejor manera, la educaron con el fin de que gobierne bien su reino y a todos los que viven en el. Sus padres, el Rey Robert y la Reina Isabell, no siempre fueron de la realeza.

Hace mucho, cuando apenas habían cumplido la mayoría de edad, el antiguo Rey estaba enfermo, nunca se casó y no tenía intenciones de hacerlo antes de fallecer, pudo levantar el reino solo por lo tanto podía arreglarselas ahora. Tuvo puras amantes, no tenía una heredera al trono. Lo que le llevó a juntar a los más nobles aldeanos y aldeanas jóvenes y decidir quien de ellos eran los indicados para acceder al trono, con montones de lujos incluidos. Entre ellos estaban Robert e Isabell que habían sido enviados por sus padres con tal de ser elegidos y tener un mejor futuro.

El antiguo Rey era muy estricto. Cada día echaba del castillo a alguien que había roto las normas. Muchas mujeres jóvenes se marchaban llorando, otras por su orgullo daban media vuelta y se iban. En cambio los varones amenazaban con matarlo por hacer aquello, algunos eran desterrados.

—¡Te mataré, viejo infeliz! ¡Te irás al infierno!

El Rey con tan solo hacer un ademán con su mano llegaban guardias y lo sacaban.

Al final Robert e Isabell fueron los únicos que cumplieron las normas del Rey. Unas semanas antes de que falleciera, prepararon una ceremonia e hicieron que se unieran en matrimonio en frente de todo su pueblo. Y aunque al principio no convivieron de la mejor manera, con el tiempo se aprendieron a amar y reinaron en paz.

A los años nació Miranda, la más consentida de todos en el reino. Era una niña carismática. Pero muy curiosa con todo lo que desconocía y le parecía interesante.

—¿Por qué el cielo es azul y no amarillo cómo el sol?

A lo que los aldeanos le respondían.—Porque Dios lo quiso así.

—¿Por qué? —apretaba sus labios y arrugaba la frente. La gente del pueblo no sabía como responder a aquello y se concentraban en seguir haciendo sus deberes mientras cambiaban de tema.

Ella creció con las buenas manías de sus padres. Era respetuosa, amable y delicada. Y aunque se veía de lo más inofensiva, a los nueve años empezó a entrenar con los caballeros de armadura para así no tener ningún inconveniente si alguna vez se encontraba en peligro y no tuviera a nadie para protegerla. Era ágil, los únicos que sabían de eso eran los Reyes y sus entrenadores.

Su castillo era enorme. Contaba con más de cincuenta habitaciones, tres grandes salas, la cocina real y la del servicio. Eran cientos de lugares los cuales Miranda a sus once años aún no había visitado todos, y eso que siempre se escabullía antes de las clases de baile. Oh, el baile. Aquella danza tan lenta pero sensual a la vez, era un delirio para nuestra querida princesa. Amaba bailar, y lo hacia con tanta facilidad y pasión, no se le daba mal. Siempre era el centro de atención cuando asistían a fiestas, era envidiada por muchas y admirada por todos.

—¿Me permite? —con reverencia la invitaban pero ella se negaba.

Los chicos siempre querían ser su compañero de baile—algunos con otras intenciones—, pero ella prefería bailar con su padre y primos a que un desconocido.

En casa, todos los días la hija de la duquesa la visitaba, Rose. A diferencia de Miranda, ella tenía el cabello castaño enrollado, la piel morena y ojos cafés. Eran de la misma edad. Congeniaban tan bien, como hermanas, eran confidentes. No había cosa que no se contaran, ni hablar de los chicos.

—A que ese de allá está muy guapo, ¿no?

Halagaba Rose con mirada sínica y sonrisa caprichosa. Miranda sólo negaba riendo al ver a su mejor amiga tirarle piropos a todos los campesinos músculos que saludaban con cortesía.

Ella no era de estar concentrada en chicos, socializaba con ellos pero sin doble sentido. En cambio Rose no. Ignoraba a los que no le parecía guapo, o le echaba una mirada fugaz para que la sacara de aquello y pudiera hablar con alguien que sí le interesara. Miranda encantada sacaba conversación a todos los chicos que, sin tener idea de que fueron rechazados por la morena, le respondían con una reverencia y una sonrisa. Le gustaba conocer a más personas del pueblo, después de todo ella sería la que los gobernara.

—No deberías ilusionarlos de aquella manera —le reñía enojada. Les prometía mandarles un par de cartas y los dejaba esperando, como ella decía, ilusionados.

—Tranquila, Mer. Ellos saben mis intensiones.

Era obvio que no lo sabían. Ella solo llegaba y le decía palabras bonitas para decirles que le escribiría y dejarlos esperando. Aunque ilusionara mucho no tenía una mala reputación. En las mañanas antes de ir a visitar a su amiga, iba a la casa de los abuelos como lo había apodado ella, ayudaba a preparar el almuerzo y a darle sus alimentos a los ancianos sin hogar. Sólo por eso no había sido tachada por regalada como su hermana, Germany.

Volviendo a la princesa, iba al pueblo cuatro veces al mes, pues debía atender asuntos primero como la educación y demás. Al ir siempre jugaba con los hijos de los pobres, tenía muchos amigos, ya que era la heredera la dejaban estar con los campesinos por el bien de todos. Los ayudaba con el ganado. A juntar madera para la chimenea. A ir a la tienda por provisiones. A bañar a sus ovejas y quitarles la lana. Tejía. Era una maravilla y aunque no lo demostraban estaban agradecidos con ella y de alguna forma les debían.

Los que todos no sabían era que al terminar alguien la esperaba sentado en un tronco, ansioso a que lo visitara. Aquel lindo plebeyo de ojos grises y cabello oscuro.

N/A:

Otra nueva historia que traigo para ustedes, espero les guste tanto como a mí me gustó escribirla.

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Nos vemos.

Un plebeyo y una princesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora