Capitulo 5

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Los peldaños de madera crujieron de dolor bajo el peso de nuestros pasos apresurados. Llegamos a la habitación a tientas, orientándonos solo por el eco de los lamentos. Sobre la cama yacía Violeta, casi inerte, desangrándose a la luz de las linternas. Su cara, su preciosa tez de marfil, no era más que un sembrado de cortes paralelos, surcos precisos y certeros, como los que había en todo su cuerpo arado de dolor, heridas maléficas por las que se le estaba escapando la vida.

Jaime trataba de imponer su voz al nerviosismo reinante, nervioso él a su vez, impotente como todos, mientras ninguno de nosotros sabíamos qué hacer. Julia, dispuesta como siempre, fue la primera en reaccionar. Cogió algunas ropas y empezó a lavarle con ellas las heridas. Dispuesta y fría, única luz entre aquellas tinieblas, empezó a impartir órdenes, a pedir agua, a decir que buscáramos ayuda y sobre todo a preguntar lo que todos nos estábamos preguntando: qué podía haber pasado.

Jaime respondió entre sollozos que habían discutido, y al contemplar su expresión ninguno necesitábamos que nos explicara por qué. Dijo que ella se había encerrado en esa habitación para dormir allí. Algo más tarde había oído sus gritos, igual que nosotros, y había venido corriendo a ver qué podía pasar. Tras forcejear un poco con la puerta, cuando la pudo abrir salió un gato huyendo despavorido y entonces descubrió a Violeta tendida sobre la cama y cubierta de sangre.

Vimos las heridas desde una nueva perspectiva; no tuvimos duda de que la distancia entre los cortes y la longitud que tenían podía deberse a las garras de un gato, pero las heridas eran demasiado precisas, demasiado profundas. Demasiado mortales. Violeta, desvaída, apagándose por momentos, no podía hablar siquiera. El dolor le hizo perder el sentido. No pudimos reanimarla, tan solo limpiarle un poco las heridas y presionar en los puntos en que perdía más sangre para contener la hemorragia.

Marcelo se sobrepuso al nerviosismo y tomó la iniciativa. Teníamos que llevarla cuanto antes a un hospital. Poco a poco fuimos reaccionando y pensamos cual sería la mejor forma de hacerlo. Estábamos algo alejados de la ciudad. 

Mientras tanto Violeta se nos iba. Vi el dolor en su rostro, y entonces pude ver algo más. Si, en mi interior vi un vaso que se movía y marcaba un destino, una predicción absurda que yo había imaginado para que ella no pudiera dormir y que ahora, cumplida más allá de lo imposible, la acercaba irremediablemente a un sueño eterno. Creo que nadie más que yo pensó en esa fatalidad, nadie reparó entonces en que aquellas heridas habían sido predichas y que toda esa sangre manaba por culpa de una oscura premonición.

Aturdidos y arrastrados por la desesperación, en aquel momento solo pensábamos en salvarla. Pero yo, aplastado por primera vez por ese peso que mi conciencia carga desde entonces, me supe culpable. Recordé la predicción funesta, plasmada ahora en esa belleza desfigurada y rota por las heridas, pero recordé también con pavor la muerte dolorosa y lejana que le había inventado. ¡Lejana! No ahora. ¡No ya!

Si, incluso en el frenesí de mi venganza me había traicionado el estúpido enamoramiento que sentía y le había concedido a Violeta el don de la vida, una vida dolorosa, pero vida al fin y al cabo. Había escrito en el tablero "MUERTE LEJANA", así que esto no podía ser, ella no tenía por qué morir. Si la voluntad oculta que había empujado el vaso se manifestaba en toda su maldad cumpliendo aquel presagio, si yo había sellado el destino de todos los que allí estaban con mis palabras nacidas del odio, entonces también tendría que cumplirse la salvación de Violeta.

Mientras Julia se ocupaba de las heridas y los demás estábamos paralizados, Marcelo se impacientó y cargó con el cuerpo desmayado de Violeta para llevarla en busca de ayuda. De poco sirvieron nuestros avisos, dudosos consejos fruto de la desesperación, porque tal vez era mejor no moverla, porque lo conveniente sería avisar a un médico, porque quizás había que traer una ambulancia o algún coche para trasladarla. Sin embargo él la cogió en brazos y salió con decisión de la habitación. Solo pudimos seguir sus pasos.

Pero Jaime me detuvo. Los dos nos quedamos atrás y entonces pude ver en sus ojos la luz del entendimiento.

-Todo esto es... ¡tú lo habías predicho! ¡Hijo de puta! No sé como has podido hacerlo, pero ¡tú tienes algo que ver con esto!

Aún pensando que decía la verdad, yo no podía hacer otra cosa que negarlo. Solo había sido un juego, una chiquillada. Tenía que hacérselo entender. Pero no pude articular palabra, porque un estrépito subió desde el suelo, como el estampido sordo de un terremoto, y un grito agónico que nos dejó a todos paralizados y en silencio. Pasados unos segundos cesaron los ruidos. Alguien pidió una linterna y alumbró hacia adelante. Se había levantado una gran nube de polvo. 

La luz mortecina atravesó aquella niebla fangosa para mostrarnos un nuevo horror. Vimos como la escalera se había derrumbado por el peso de Marcelo cargado con Violeta. Al fondo estaba ella, retorcida y gimiendo sobre el suelo de la planta baja entre restos y escombros, con el terror en la mirada. Algo más cerca vimos a Marcelo. Estaba inmóvil, de espaldas a nosotros. Demasiado quieto. La luz fue disipando poco a poco nuestras esperanzas. Marcelo estaba erguido en un escorzo imposible, con los brazos caídos y el torso completamente atravesado por una de las finas vigas de acero que soportaban la escalera de madera, que asomaba ensangrentada por su espalda.

Comprendimos que al hundirse la escalera habría perdido pié y habría caído hacia adelante, sobre la viga. Sus brazos habían logrado salvar a Violeta, arrojándola hacia adelante, pero el propio peso de su cuerpo le había asestado el golpe definitivo que había puesto a cero la cuenta de su vida.

Tal y como yo lo había predicho.

El Carmen del DestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora