Capitulo 6

2 0 0
                                    


Tras el horror y la desolación se desencadenó la furia. Jaime se volvió contra mí, culpándome de la muerte de Marcelo y de todo lo que estaba sucediendo. Manolo le tuvo que sujetar para que no pasara de las palabras a los hechos; yo estaba tan desolado que no habría podido hacer nada por defenderme.

Mas Julia, siempre Julia, les habló con serenidad y trató de que recuperáramos todos la calma. Lo prioritario era atender a Violeta, sacarla de allí y procurar que la atendieran. Ya no se podía hacer nada por Marcelo. Aquel no era momento de culpas, sino de remedios.

Manolo la apoyó y convenció a Jaime a duras penas. Pero este solo cedió en su propósito a cambio de dejarme encerrado en el cuarto trastero. Decía, no sin razón, que no podían dejarme escapar, que más tarde tendría que explicarle a la policía cómo sabía todo lo que iba a suceder o si yo, de alguna extraña manera, había provocado que ocurriera.

Me llevó al cuarto a empujones. Cuando me arrojó dentro juró matarme si ocurría alguna otra de las desgracias que había predicho. El miedo me invadió en la oscuridad de aquel cuarto. No, no tenía miedo de Jaime; si llegaba a cumplir su amenaza sería una liberación para mi alma, condenada ya sin remedio. No, yo no temía a la muerte, sino a la vida. Temía a esa mano siniestra que podía hacer que sucedieran más atrocidades. Temía a la voluntad que había firmado, a través de mi propia mano, aquel pacto sangriento, un siniestro contrato con la muerte.

Sí, temía al poder que había detrás del maldito tablero. A la fuerza diabólica que me había doblegado el alma, aprovechándose de mi rabia y mi sed de venganza, para convertirme en el instrumento de su poder y su maldad.

Nada era casualidad. Todo parecía formar parte de un plan. Aquel Carmen se llamaba del Destino por alguna razón. El tablero había venido a mi, de alguna forma, y todas aquellas predicciones me habían sido inspiradas por un ser al que solo movía el mal. Todo encajaba ahora. Hasta mi nombre. Si, pensé con desesperación, la historia se repite: otro Fausto que vende su alma.

Busqué de nuevo aquellas fotos antiguas. Tal vez los que vivieron en la casa décadas atrás conocían el tablero, puede incluso que también fueran víctimas de su perversa voluntad. Pero nada en esas imágenes lo indicaba. Se trataba de gente normal, una familia sencilla con esa expresión de felicidad forzada que ponemos todos al posar en grupo.

En ese momento Jaime irrumpió de nuevo en el trastero, preso de un ataque de furia, y empezó a propinarme una paliza.

-¡Lo has vuelto a hacer, bastardo! – me decía -. ¡Mira! ¡Mira mi brazo! ¡Mira mis piernas! ¡Voy a matarte hijo de puta!

Y al alumbrarse su cuerpo con la linterna pude ver las pústulas que cubrían ya sus extremidades y que empezaban a extenderse por todo el cuerpo. Era el primer síntoma de la extraña enfermedad que yo le había predicho, un mal que tras varias etapas cargadas de sufrimiento y dolor habría de terminar con su vida. Una enfermedad inventada que no existía más que en mi imaginación, pero que en ese momento tenía ante mis ojos.

Por más que me propinaba golpes y puñetazos yo no opuse ninguna resistencia. Ni siquiera me protegía de sus puños. Nada contesté a sus gritos e insultos. Y mi pasividad solo conseguía enfurecerle aún más.

-¡Déjale! – intervino Manolo. – ¡No podemos estar seguros de que haya sido él!

-Yo sí lo estoy, Manolo. -respondió, dejando de pronto de pegarme. – ¡No olvides lo que acabamos de hablar!

-Será lo que tú has hablado, Jaime.

-Me da igual, joder. Si tu eres un cobarde, yo no. Está bien claro quién ha provocado todas estas desgracias, pero si lo ponemos en manos de la justicia nunca podrán demostrarlo, ¿no lo comprendes? Le soltarán porque no tienen pruebas.

-Nosotros tampoco las tenemos, Jaime. – dijo Julia.

-Yo sí las tengo: Tengo a un amigo muerto en esa escalera, tengo a Violeta desangrándose ahí abajo y ahora me acaban de aparecer las señales que este bastardo me predijo como el anuncio de mi enfermedad, y tal y como está sucediendo todo, eso significa que voy a morir.

-No, no, -repuso Julia – eso puede ser una casualidad, alguna alergia...

-No, no después de lo que ya he visto. Ahora sé que voy a morir, pero a este canalla me lo voy a llevar por delante.

Y en ese momento sacó el cuchillo de caza que siempre llevaba en su mochila, del que tanto había presumido cuando estábamos preparando los bocadillos. Manolo y Julia trataron de detenerle, pero se revolvió como un felino en dirección a ellos.

-¡Dejadme! ¡Tengo que acabar con esto de una vez!

Dio un paso hacia el rincón donde yo yacía en el suelo. Me dijo que me levantara, como dándome una oportunidad de defenderme. Fue en vano. Aquello no era un duelo, sino una ejecución. Y yo no podía ni quería evitar que sucediera.

-¡Levántate de una vez!

Algo en mi hizo que me incorporara, pero no para plantarle cara, sino para ofrecer mi pecho a una puñalada certera. En aquellos instantes, como tantas otras veces después, deseaba morir con toda mi alma.

La muerte, la liberación que tanto he esperado en estos años, la que he procurado desde entonces pero siempre se me ha negado por falta de valor, o tal vez por no merecerla siquiera. La muerte que aquella vez se acercaba a mi en el filo brillante del cuchillo. Deseé su llegada, sí. La deseé con miedo, pero también con ansia, con desprecio al dolor, esperando tan solo sentir como aquel hierro abría mi carne y rasgaba mi vida. Y cuando aquel brazo infecto y purulento se tensaba ya para asestarme el golpe de gracia, Manolo saltó sobre Jaime, no sé si para salvarme o para evitar que Jaime se convirtiera en un criminal. 

Todo estaba oscuro salvo por el cono de luz de la linterna de Julia quién, desde la puerta, gritaba para tratar de imponer algo de sensatez. Jaime me agarró del cuello con un brazo y estuvimos forcejeando los tres durante unos segundos, arrastrados de un lado a otro del cuarto, golpeándonos con los muebles, arrastrados por la furia incontenible de Jaime que, en su frustración, no se resignaba a soltar la presa firme que había hecho en mi cuello.

El acero brillaba, oscilaba de un lado a otro y cortaba al azar. De vez en cuando el halo de la linterna en su vaivén se tintaba de rojo. Sentí la fría mordedura de aquel filo en un brazo. Salimos por la puerta, trabados unos con otros en una pugna de fuerzas opuestas que nos arrastraba por el pasillo. O tal vez era otra fuerza, más maligna y oscura, la que medraba en las sombras para empujarnos al desastre.

Manolo cayó al suelo. Creí ver su camisa ensangrentada. Jaime aflojó un momento al darse cuenta, asustado de haber errado quizás el envite, y entonces pude soltarme y dar un paso atrás. Julia aprovechó la distracción de Jaime para quitarle el cuchillo. Jaime veía impotente como se frustraba su acto de justicia. Me miró a los ojos cargado de rabia y entonces, reuniendo sus últimas fuerzas y renunciando a todo atisbo de honor, recurrió a la peor de las bajezas.

Me asestó una patada traidora en el estómago que me hizo caer hacia atrás, por el agujero de la escalera, hasta dar de espaldas con las maderas que había en el suelo.

Me desmayé de dolor. Después sabría que, como yo mismo había predicho, en ese preciso instante mis piernas dejaron para siempre de obedecerme.     

El Carmen del DestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora