Capitulo 4

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Jaime reaccionó al estupor de Marcelo con una fuerte carcajada. Pronto empezaron todos a reír también, contagiados por su escepticismo, y el oráculo fatídico volvió a ser un juego inocente. El propio Marcelo se repuso del mal trago y empezó a bromear, nervioso aún, con el final inminente de su existencia que segundos antes le había puesto al borde del pánico. El alcohol, el cansancio, el afán de parecer más valiente que los demás o la pícara intención de asustar a las chicas para poder robarles un abrazo protector o tal vez un momento de intimidad, unidas a mi sed de venganza, prendieron entonces la llama de aquel juego macabro.

Porque ya se retaban unos a otros haciendo preguntas cada vez más arriesgadas para demostrar su arrojo o para provocar su miedo, como si se tratara de una hoguera de campamento. En los minutos siguientes pude saciar todo mi orgullo herido prediciendo desgracias, accidentes y muertes, algunas inminentes, todas horribles y crueles, y cuanto más reían o más se asustaban, más sangrientas eran las predicciones. Por más que busco en mi memoria el recuerdo de aquella extraña voluntad que me arrastraba, ese empuje que me hacía inventar horrores traspasando todos los límites de la crueldad y la depravación, para mi desgracia nunca he hallado más explicación ni otra fuente de maldad que mi propia imaginación.

Mi mente, nutrida por las mil historias leídas, torturada aquel día por el peso de todas las humillaciones, fue la única responsable de maquinar todas aquellas desgracias, alentada por sus preguntas inconscientes que siempre encontraron la peor de las respuestas. Yo no podía saber que lo predicho se cumpliría, ¡cómo podría intuirlo siquiera! Pero sabía muy bien lo que predecía. Como un cirujano perverso y sañudo cosí todo aquel daño sabiendo, por cuanto ya les tenía observado, donde dar cada golpe, donde cada corte, donde cada tragedia. Incluso, para hacer que todo fuera creíble, tuve que predecir mi propia perdición. Pasados estos años es el presagio que menos me preocupa, acostumbrado con los años a estar atado a esta silla en la que ni siquiera he encontrando redención.

Tal vez sea esa horrible culpa la que nubla mi recuerdo, o puede que el paso de los años haya hecho estragos en mi memoria, pues no me veo capaz de hilar ahora las palabras horribles con las que predije todas aquellas maldades. Mas no importa, no he de dejar por ello inconclusa esta horrible confesión, pues los hechos en que se materializaron después, atrocidades de recuerdo imborrable, son un reflejo exacto de todo cuanto pude decir en aquellos momentos.

La sesión terminó entre risas, tal y como había empezado. Pero no eran ya esas risas francas ni alegres, sino más bien nerviosas, como la risa inestable de un niño asustado que puede romper en llanto en cualquier momento. Era muy tarde ya y todos queríamos dormir, o al menos intentarlo. Nos esperaba otro día intenso visitando la Alhambra y el Generalife. Apuramos los vasos, recogimos todo un poco y nos repartimos por las habitaciones.

A mi me asignaron un cuarto húmedo y sucio en la planta baja. No me molesté en protestar siquiera; me fui a dormir y les dejé en el salón discutiendo como se repartían las mejores camas y, con sutil descaro, quien las compartiría. Yo estaba tan ahíto de venganza que ni siquiera tuve tiempo para envidiar a quien tuviera la suerte de poder rozar su piel con la de Violeta, o para desear que el vino no hubiera minado lo suficiente sus defensas y ella terminara durmiendo con Julia como tenían planeado.

Y solo allí, en la fría oscuridad de aquel rincón, me permití el lujo de reír. Reí hasta el llanto, saboreando esas lágrimas cual si del mejor de los vinos se tratara. Me había burlado de ellos. Les había devuelto con creces todas las dosis de hiel que me habían hecho tragar. Ahora, encerrados en sus cuartos con la sola compañía del recuerdo de todas mis predicciones, brotaría en todos ellos la fatídica semilla que yo había dejado en sus mentes. El miedo la haría crecer, la incertidumbre la haría brotar y luego se alzaría erguida por encima de su escepticismo, florecería por un tiempo en sus conciencias y entonces les haría temer. Les haría sufrir. Les haría llorar. Antes de dormirme supe que iban a pasar la peor noche de todas sus vidas. Por desgracia este último presagio también habría de cumplirse. 

Poco más tarde, no sabría decir cuanto, un grito estremecedor me arrancó del sueño.

Salí de mi habitación justo a tiempo para ver a un gato que bajaba la escalera en un par de saltos y salía por una ventana. Llegaron más gritos desde la planta de arriba, voces desgarradas, aún más horribles la primera. Julia salió de otra de las habitaciones, nos miramos asustados y corrimos juntos escaleras arriba.

El Carmen del DestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora