Prefacio

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Los contenedores de basura estaban desbordados frente a la catedral, pero era lo único que quedaba ahí tras las protestas, panfletos arrugados, pancartas rotas y carteles desborrados por la lluvia.
  París había llorado ante el atentado, el más grande y el más cruel que nadie había visto, la Capital había sustituido la sangre en las baldosas con agua, como si la histórica cuna de la libertad deseara olvidar de una vez lo acontecido y dar vuelta a la página.
  El bloqueo de los ciudadanos que se negaban a aceptar un nuevo rey al grito colectivo de sus ancestros se disipó en el nombre de un sentimiento más noble: el de la solidaridad. Soltaron las pancartas y tomaron las velas, callaron las protestas y elevaron sus oraciones, pero nadie oraba en Palacio.
  Sèverine, la princesa, fue avisada antes que el resto y una sonrisa iluminó su rostro al conocer la noticia, una sonrisa diferente a sus frías expresiones y a los obligados gestos diplomáticos,  una que inundó su rostro y le hizo ver hermosa. Ella se dirigió hasta el salón donde su hermano pasaba tiempo con los niños y casi con júbilo anunció que la Catedral estaba libre para recibir a su monarca y coronarle.
  Jèrôme sonrió del mismo modo y luego escuchó a sus asesores hablar de la desgracia, los muertos y el odio. Pero ¿Qué importaba eso ahora? Iba a ser coronado y los parientes incómodos no podrían pelear su reclamo sobre el trono una vez concluida la ceremonia, además, iniciaba una crisis diplomática y anímica para todo el reino, necesitaban que su monarca legítimo les defendiera y enfrentase a los enemigos que surgían cual hidra.
Las princesas se arreglaron con trajes sobrios, oscuros,  propios de la ocasión,  mientras todo el gabinete se revolucionaba para ejecutar los preparativos. Debían llegar sin hacer mucho ruido para salir entre bombo y platillo.
  El Cardenal se puso a la defensiva mientras miraba los vitrales iluminados por la luna, pero a Sèverine nadie se atrevía a negarle lo que pedía, por lo que la nave central comenzó a oler a incienso y mirra, las albas y casuyas de su orden se antepusieron a las sotanas y las campanas sonaron llamando a la adormilada corte, camufladas con tañidos de duelo por la desgracia nacional.
  Los cuerpos de seguridad y el ejército dejaron la custodia del sitio manchado de sangre y avanzaron a la catedral para cercar varias calles a la redonda, los primeros marcaron el perímetro y los segundos improvisaron una guardia de honor.
  Los opositores del pueblo, la voz del pueblo se sintió ultrajada al ver lo anterior, al saber de qué se trataba, quedaron impotentes, furiosos y mojados bajo la lluvia, intentando magramente pasar el cerco, pero desde el inicio supieron que era imposible,  lo confirmaron cuando el helicóptero resonó en el cielo y aterrizó ante la plaza.
  Varios autos avanzaron hacia la plaza, perfectamente alineados con los miembros de la corte francesa y la Familia Real de Mónaco para presenciar aquella ceremonia imprevista, tan confusos como el pueblo y algunos tan enfadados e inconformes como ellos, sólo que ahí estaba, en sus rostros, el miedo a enfadar a Sèverine.
  La corona con zafiros azules y flores de lis se estremecía en las manos del Cardenal,  tanto como los cuerpos de la corte, mitad de frío, mitad de nervios en la gigantesca nave de la catedral, donde resonaban los ecos del oficiante y el monarca,  acallando las protestas del exterior.
  La luna iluminaba a Séverine, de pie y con una tiara de plata y zafiros junto a su hermano, mirando aquella escena con un embeleso sobrenatural, parecía proyectada,  los nobles y el cardenal le miraban a ella más que al rey, sabían que su voz sería la que gobernase Francia.
  Una palabra se hizo sonar sobre los truenos, el redoble del ejercito y las campanas de Notre Dame, empezó como un rumor indignado y ascendió en un cántico de ira que llenó los oídos de todos en la plaza: Oportunista.

La Corte De Los Zafiros (En Proceso)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora