Carlos (I)

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            A las seis de la mañana, Carlos Fiel despertó sobresaltado. Había vuelto a soñarla y aún sentía el suave roce de sus manos en la mejilla. Aunque estaba cansado, se levantó casi sin esfuerzo. Tenía una vitalidad impropia para un hombre de cuarenta y seis años. Muchas veces dormía cuatro horas y se quedaba despierto durante todo el día sin dar muestras de fatiga.

           Una o dos veces al mes tenía sueños similares al de esa noche. Habían pasado trece años del fin de la sociedad y el recuerdo de la civilización tradicional sólo quedaba en la memoria de algunos. Los países ya no existían y a duras penas se seguían utilizando los nombres de las rutas. Las grandes ciudades habían sido abandonadas, tras un proceso de ruralización provocado por la Última Guerra.

          Como ya no podría volver a dormirse, encendió la pequeña hoguera y puso agua a calentar. Mientras preparaba el mate y la yerba, hacía una lista de las tareas que le tocaría hacer en el día. Muchas de esas tareas le apasionaban y otras, las detestaba. La tarea del líder no siempre era grata, pero alguien tenía que hacerla.

          Carlos no había sido elegido democráticamente: su liderazgo le llegó sin buscarlo, se dio de manera progresiva y natural, como se da el amor o la cocción de un buen asado. Sin embargo, era querido por casi todos los habitantes de Villanueva, y quienes no lo querían, al menos lo respetaban. Había logrado mantener unida una pequeña comunidad a lo largo de los años, que crecía cada vez más. Estaban protegidos por muros de material, aunque por fuera iban cercando más perímetro con paneles de chapa para seguir expandiéndose.

          Todos daban su mejor esfuerzo en sus tareas y todos disfrutaban del fruto de la comunidad entera. Dos hectáreas estaban destinadas al cultivo: producían cereales, frutas, vegetales, hortalizas, cebada, malta, tabaco, yerba y marihuana. Tenían numerosos árboles frutales y un ganado considerable de cerdos, vacas, pollos y gallinas. Conservaban siete caballos que utilizaban para registrar la zona o salir a pasear muy de vez en cuando. En resumidas cuentas, la aldea era un pequeño Edén que había renacido de las cenizas de una sociedad ambiciosa y egoísta y que no quería volver a cometer los errores de antaño.

          Los niños asistían a una especie de escuela. Aprendían historia y literatura, aunque también les enseñaban prácticas útiles para la vida en el nuevo mundo. Los más pequeños aprendían matemáticas básicas, escritura y lectura, mientras que los jóvenes cursaban oficios, análisis del discurso, retórica, historia, geografía y, en los mejores casos, arquitectura o medicina elemental. La enseñanza de los más grandes estaba a cargo de distintas personas, pero quien se encargaba de los más pequeños era Cristina, una mujer de treinta y seis años cuyo sueño había sido ejercer la docencia. A pesar de las circunstancias, lo había hecho realidad en Villanueva, donde era parte esencial de la fundación de esta nueva sociedad.

          Entre las tareas que le tocaban a Carlos ese día, estaba la de ir a hablar con ella sobre el crecimiento de los niños y la escuela. Además tenía que verificar el buen funcionamiento de la construcción, la purificación del agua, la generación de energía solar y el estado de las cosechas. Por último, se reuniría con su consejo privado para detallar los pasos a seguir en la designación de tareas para los más ancianos y los más jóvenes.

          Tomó cuatro mates largos acompañados por algunas galletitas de harina y guardó la lista en su bolsillo. Antes de salir enjuagó su boca con un poco de agua fría, cepilló su barba y su pelo lacio y despertó a Liliana que dormía en la otra habitación.

          —Lili, despertate. En un rato tenés que ir a la escuela —el hombre se sentó en la cama y acarició su cabello—. Te dejo agua caliente y el mate listo.

Los días después del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora