Los desastres de la guerra

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  En los recreos comíamos tortas de nata que no se volverán aver jamás. Jugábamos en dos bandos: árabes y judíos. Acababa deestablecerse Israel y había guerra contra la Liga Árabe. Los niños quede verdad eran árabes y judíos sólo se hablaban para insultarse ypelear. Bernardo Mondragón, nuestro profesor, les decía: Ustedesnacieron aquí. Son tan mexicanos como sus compañeros. No heredenel odio. Después de cuanto acaba de pasar (las infinitas matanzas, loscampos de exterminio, la bomba atómica, los millones y millones demuertos), el mundo de mañana, el mundo en el que ustedes seránhombres, debe ser un sitio de paz, un lugar sin crímenes y sininfamias. En las filas de atrás sonaba una risita. Mondragón nosobservaba tristísimo, se preguntaba qué iba a ser de nosotros con losaños, cuántos males y cuántas catástrofes aún estarían por delante.Hasta entonces el imperio otomano perduraba como la luz deuna estrella muerta: Para mí, niño de la colonia Roma, árabes yjudíos eran "turcos". Los "turcos" no me resultaban extraños comoJim, que nació en San Francisco y hablaba sin acento los dos idiomas;o Toru, crecido en un campo de concentración para japoneses; oPeralta y Rosales. Ellos no pagaban colegiatura, estaban becados,vivían en las vecindades ruinosas de la colonia de los Doctores. Lacalzada de La Piedad, todavía no llamada avenida Cuauhtémoc, y elparque Urueta formaban la línea divisoria entre Roma y Doctores.Romita era un pueblo aparte. Allí acecha el Hombre del Costal, elgran Robachicos. Si vas a Romita, niño, te secuestran, te sacan losojos, te cortan las manos y la lengua, te ponen a pedir caridad y elHombre del Costal se queda con todo. De día es un mendigo; denoche un millonario elegantísimo gracias a la explotación de susvíctimas. El miedo de estar cerca de Romita. El miedo de pasar entranvía por el puente de avenida Coyoacán: sólo rieles y durmientes;abajo el río sucio de La Piedad que a veces con las lluvias sedesborda.Antes de la guerra en el Medioriente el principal deporte denuestra clase consistía en molestar a Toru. Chino chino japonés:come caca y no me des. Aja, Toru, embiste: voy a clavarte un par debanderillas. Nunca me sumé a las burlas. Pensaba en lo que sentiríayo, único mexicano en una escuela de Tokio; y lo que sufriría Toru conaquellas películas en que los japoneses eran representados comosimios gesticulantes y morían por millares. Toru, el mejor del grupo,sobresaliente en todas las materias. Siempre estudiando con su libroen la mano. Sabía jiu-jit-su. Una vez se cansó y por poco hacepedazos a Domínguez. Lo obligó a pedirle perdón de rodillas. Nadievolvió a meterse con Toru. Hoy dirige una industria japonesa concuatro mil esclavos mexicanos.Soy de la Irgún. Te mato: Soy de la Legión Árabe. Comenzabanlas batallas en el desierto. Le decíamos así porque era un patio detierra colorada, polvo de tezontle o ladrillo, sin árboles ni plantas, sólouna caja de cemento al fondo. Ocultaba un pasadizo hecho entiempos de la persecución religiosa para llegar a la casa de la esquinay huir por la otra calle. Considerábamos el subterráneo un vestigio deépocas prehistóricas. Sin embargo, en aquel momento la guerracristera se hallaba menos lejana de lo que nuestra infancia está deahora. La guerra en que la familia de mi madre participó con algomás que simpatía. Veinte años después continuaba venerando a losmártires como el padre Pro y Anacleto González Flores. En cambionadie recordaba a los miles de campesinos muertos, los agraristas,los profesores rurales, los soldados de leva.Yo no entendía nada: la guerra, cualquier guerra, me resultabaalgo con lo que se hacen películas. En ella tarde o temprano gananlos buenos (¿quiénes son los buenos?). Por fortuna en México nohabía guerra desde que el general Cárdenas venció la sublevación deSaturnino Cedillo. Mis padres no podían creerlo porque su niñez,adolescencia y juventud pasaron sobre un fondo continuo de batallas y fusilamientos. Pero aquel año, al parecer, las cosas andaban muybien: a cada rato suspendían las clases para llevarnos a lainauguración de carreteras, avenidas, presas, parques deportivos,hospitales, ministerios, edificios inmensos.Por regla general eran nada más un montón de piedras. Elpresidente inauguraba enormes monumentos inconclusos a sí mismo.Horas y horas bajo el sol sin movernos ni tomar agua -Rosales traelimones; son muy buenos para la sed; pásate uno- esperando lallegada de Miguel Alemán. Joven, sonriente, simpático, brillante,saludando a bordo de un camión de redilas con su comitiva.Aplausos, confeti, serpentinas, flores, muchachas, soldados(todavía con sus cascos franceses), pistoleros (aún nadie los llamabaguaruras), la eterna viejecita que rompe la valla militar y esfotografiada cuando entrega al Señorpresidente un ramo de rosas.Había tenido varios amigos pero ninguno les cayó bien a mispadres: Jorge por ser hijo de un general que combatió a los cristeros;Arturo por venir de una pareja divorciada y estar a cargo de una tíaque cobraba por echar las cartas; Alberto porque su madre viudatrabajaba en una agencia de viajes, y una mujer decente no debíasalir de su casa. Aquel año yo era amigo de Jim. En lasinauguraciones, que ya formaban parte natural de la vida, Jim decía:Hoy va a venir mi papá. Y luego: ¿Lo ven? Es el de la corbataazulmarina. Allí está junto al presidente Alemán. Pero nadie podíadistinguirlo entre las cabecitas bien peinadas con linaza o Glostora.Eso sí: a menudo se publicaban sus fotos. Jim cargaba los recortes ensu mochila. ¿Ya viste a mi papá en el Excélsior? Qué raro: no separecen en nada. Bueno, dicen que salí a mi mamá. Voy a parecermea él cuando crezca.  

Las batallas en el desiertoWhere stories live. Discover now