Colonia roma

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  Hubo un gran temblor en octubre. Apareció un cometa ennoviembre. Dijeron que anunciaba la guerra atómica y el fin delmundo o cuando menos otra revolución en México. Luego se incendióla ferretería La Sirena y murieron muchas personas. Al llegar lasvacaciones de fin de año todo era muy distinto para nosotros: mipadre había vendido la fábrica y acababan de nombrarlo gerente alservicio de la empresa norteamericana que absorbió sus marcas dejabones. Héctor estudiaba en la Universidad de Chicago y mishermanas mayores en Texas.Un mediodía yo regresaba de jugar tenis en el Júnior Club. Ibaleyendo una novelita de Perry Mason en la banca transversal de unSanta María cuando, en la esquina de Insurgentes y Álvaro Obregón,Rosales pidió permiso al chofer y subió con una caja de chiclesAdams. Me vio. A toda velocidad bajó apenadísimo a esconderse trasun árbol cerca de "Alfonso y Marcos", donde mi madre se hacíapermanente y maniquiur antes de tener coche propio y acudir a unsalón de Polanco.Rosales, el niño más pobre de mi antigua escuela, hijo de laafanadora de un hospital. Todo ocurrió en segundos. Bajé del Santa María ya en movimiento, Rosales intentó escapar, fui a su alcance.Escena ridícula: Rosales, por favor, no tengas pena. Está muy bienque trabajes (yo que nunca había trabajado). Ayudar a tu mamá noes ninguna vergüenza, todo lo contrario (yo en el papel de la DoctoraCorazón desde su Clínica de Almas). Mira, ven, te invito un helado enLa Bella Italia. No sabes cuánto gusto me da verte (yo el magnánimoque a pesar de la devaluación y de la inflación tenía dinero de sobra).Rosales hosco, pálido, retrocediendo. Hasta que al fin se detuvo y memiró a los ojos.No, Carlitos, mejor una torta, si eres tan amable. No me hedesayunado. Me muero de hambre. Oye ¿no me tienes coraje pornuestros pleitos? Qué va, Rosales, los pleitos ya qué importan (yo elgeneroso, capaz de perdonar porque se ha vuelto invulnerable).Bueno, muy bien, Carlitos: vamos a sentarnos y conversamos.Cruzamos Obregón, atravesamos Insurgentes. Cuéntame:¿Pasaste de año? ¿Cómo le fue a Jim en los exámenes? ¿Qué dijeroncuando ya no regresé a clases? Rosales callado. Nos sentamos en latortería. Pidió una de chorizo, dos de lomo y un Sidral Mundet. ¿Y tú,Carlitos: no vas a comer? No puedo: me esperan en mi casa. Hoy mimamá hizo rosbif que me encanta. Si ahora pruebo algo, después nocomo. Tráigame por favor una coca bien fría.Rosales puso la caja de chicles Adams sobre la mesa. Miró haciaInsurgentes: los Packards, los Buicks, los Hudsons, los tranvíasamarillos, los postes plateados, los autobuses de colores, lostranseúntes todavía con sombrero: la escena y el momento que noiban a repetirse jamás. En el edificio de enfrente, General Electric,calentadores Helvex, estufas Mabe. Largo silencio, mutuaincomodidad. Rosales inquietísimo, esquivando mis ojos. Las manoshúmedas repasaban el gastado pantalón de mezclilla.Trajeron el servicio. Rosales mordió la torta de chorizo. Antesde masticar el bocado tomó un trago de sidral para humedecerlo. Me dio asco. Hambre atrasada y ansiedad: devoraba. Con la boca llename preguntó: ¿Y tú? ¿Pasaste de año a pesar del cambio de escuela?¿Te irás de vacaciones a algún lado? En la sinfonola terminó LaMúcura y empezó Riders in the Sky. En Navidad vamos a reunimoscon mis hermanos en Nueva York. Tenemos reservaciones en el Plaza.¿Sabes lo que es el Plaza? Pero oye: ¿Por qué no me contestas lo quete pregunté?Rosales tragó saliva, torta, sidral. Temí que se asfixiara. Bueno,Carlitos, es que, mira, no sé cómo decirte: en nuestro salón se supotodo. ¿Qué es todo? Eso de la mamá. Jim lo comentó con cada uno denosotros. Te odia. Nos dio mucha risa lo que hiciste. Qué loco. Paracolmo, alguien te vio en la iglesia confesándote después de tudeclaración de amor. Y en alguna forma se corrió la voz de que tehabían llevado con el loquero.No contesté. Rosales siguió comiendo en silencio. De prontoalzó la vista y me miró: Yo no quería decirte, Carlitos, pero eso no eslo peor. No, que otro te diga. Déjame acabarme mis tortas. Estánriquísimas. Llevo un día sin comer. Mi mamá se quedó sin trabajoporque trató de formar un sindicato en el hospital. Y el tipo que ahoravive con ella dice que, como no soy hijo suyo, él no está obligado amantenerme. Rosales, de verdad lo siento; pero eso no es asunto míoy no tengo por qué meterme. Come lo que quieras y cuanto quieras -yo pago- pero dime qué es lo peor.Bueno, Carlitos, es que me da mucha pena, no sabes. Anda yade una vez, no me chingues, Rosales; habla, di lo que me ibas adecir. Es que mira, Carlitos, no sé cómo decirte: la mamá de Jimmurió.¿Murió? ¿Cómo que murió? Sí, sí: Jim ya no está en la escuela:desde octubre vive en San Francisco. Se lo llevó su verdadero papá.Fue espantoso. No te imaginas. Parece que hubo un pleito o algo conel Señor ése del que Jim decía que era su padre y no era. Estaban él y la señora -se llamaba Mariana ¿no es cierto?- en un cabaret, en unrestorán o en una fiesta muy elegante en Las Lomas. Discutieron poralgo que ella dijo de los robos en el gobierno, de cómo se derrochabael dinero arrebatado a los pobres. Al Señor no le gustó que le alzarala voz allí delante de sus amigos poderosísimos: ministros,extranjeros millonarios, grandes socios de sus enjuagues, en fin. Y laabofeteó delante de todo el mundo y le gritó que ella no teníaderecho a hablar de honradez porque era una puta.Mariana se levantó y se fue a su casa en un libre y se tomó unfrasco de Nembutal o se abrió las venas con una hoja de rasurar o sepegó un tiro o hizo todo esto junto, no sé bien cómo estuvo. El casoes que al despertar Jim la encontró muerta, bañada en sangre. Porpoco él también se muere del dolor y del susto. Como no estaba elportero del edificio, Jim fue a avisarle a Mondragón: no tenía a nadiemás. Y ya ni modo: se enteró toda la escuela. Hubieras visto elmontonal de curiosos y la Cruz Verde y el agente del ministeriopúblico y la policía.No me atreví a verla muerta, pero cuando la sacaron en camillalas sábanas estaban todas llenas de sangre. Para todos nosotros fuelo más horrible que nos ha pasado en la vida. Su mamá le dejó a Jimuna carta en inglés, una carta muy larga en que le pedía perdón y leexplicaba lo que te conté. Creo que también escribió otros recados -alo mejor había uno para ti, cómo saberlo- aunque se hicieron humo,pues el Señor de inmediato le echó tierra al asunto y nos prohibieronhacer comentarios entre nosotros y sobre todo en nuestras casas.Pero ya ves cómo vuelan los chismes y qué difícil es guardar unsecreto. Pobre Jim, pobre cuate, tanto que lo fregamos en la escuela.De verdad me arrepiento.Rosales, no es posible. Me estás vacilando. Todo eso que mecuentas lo inventaste. Lo viste en una pinche película mexicana de lasque te gustan. Lo escuchaste en una radionovela cursi de la XEW. Esas cosas no pueden pasar. No me hagas bromas así por favor.Es la verdad, Carlitos. Por Dios Santo te juro que es cierto. Quese muera mi mamá si te he dicho mentiras. Pregúntale a quienquieras de la escuela. Habla con Mondragón. Todos lo saben aunqueno salió en los periódicos. Me extraña que hasta ahora te enteres.Conste que yo no quería ser el que te lo dijera: por eso me escondí,no por los chicles. Carlitos, no pongas esa cara: ¿estás llorando? Yasé que es muy terrible y espantoso lo que pasó. A mí también meimpresionó como no te imaginas. Pero no me vas a decir que, enserio, a tu edad, estabas enamorado de la mamá de Jim.En vez de contestar me levanté, pagué con un billete de diezpesos y salí sin esperar el cambio ni despedirme. Vi la muerte portodas partes: en los pedazos de animales a punto de convertirse entortas y tacos entre la cebolla, los tomates, la lechuga, el queso, lacrema, los frijoles, el guacamole, los chiles jalapeños. Animales vivoscomo los árboles que acababan de talarle a Insurgentes. Vi la muerteen los refrescos: Mission Orange, Spur, Ferroquina. En los cigarros:Belmont, Gratos, Elegantes, Casinos.Corrí por la calle de Tabasco diciéndome, tratando de decirme:Es una chingadera de Rosales, una broma imbécil, siempre ha sido uncabrón. Quiso vengarse de que lo encontré muertodehambre con sucajita de chicles y yo con mi raqueta de tenis, mi traje blanco, miPerry Mason en inglés, mis reservaciones en el Plaza. No me importaque abra la puerta Jim. No me importa el ridículo. Aunque todosvayan a reírse de mí quiero ver a Mariana. Quiero comprobar que noestá muerta Mariana.Llegué al edificio, me sequé las lágrimas con un clínex, subí lasescaleras, toqué el timbre del departamento cuatro. Salió unamuchacha de unos quince años. ¿Mariana? No, aquí no vive ningunaseñora Mariana. Esta es la casa de la familia Morales. Nos cambiamoshace dos meses. No sé quién habrá vivido antes aquí. Mejor pregúntale al portero.Mientras hablaba la muchacha pude ver una sala distinta, sucia,pobre, en desorden. Sin el retrato de Mariana por Semo ni la foto deJim en el Golden Gate ni las imágenes del Señor trabajando alservicio de México en el equipo del Presidente. En vez de todoaquello. La Ultima Cena en relieve metálico y un calendario con elcromo de La Leyenda de los Volcanes.También el portero estaba recién llegado al edificio. Ya no eradon Sindulfo, el de antes, el viejo excoronel zapatista que se volvióamigo de Jim y a veces nos contaba historias de la revolución y hacíala limpieza en su casa porque a Mariana no le gustaba tener sirvienta.No, niño: no conozco a ningún don Sindulfo ni tampoco a ese Jim queme dices. No hay ninguna señora Mariana. Ya no molestes, niño; noinsistas. Le ofrecí veinte pesos. Ni mil que me dieras, niño: no puedoaceptarlos porque no sé nada de nada.Sin embargo, tomó el billete y me dejó continuar la búsqueda.En ese momento me pareció recordar que el edificio era propiedad delSeñor y tenía empleado a don Sindulfo porque su padre -al que Jimllamaba "mi abuelito" había sido amigo del viejo cuando ambospelearon en la revolución. Toqué a todas las puertas. Yo tan ridículocon mi trajecito blanco y mi raqueta y mi Perry Mason, preguntando,asomándome, a punto de llorar otra vez. Olor a sopa de arroz, olor achiles rellenos. En todos los departamentos me escucharon casi conmiedo. Qué incongruencia mi trajecito blanco. Era la casa de lamuerte y no una cancha de tenis.Pues no. Estoy en este edificio desde 1939 y, que yo sepa,nunca ha vivido aquí ninguna señora Mariana. ¿Jim? Tampoco loconocemos. En el ocho hay un niño más o menos de tu edad pero sellama Everardo. ¿En el departamento cuatro? No, allí vivía unmatrimonio de ancianitos sin hijos. Pero si vine un millón de veces acasa de Jim y de la señora Mariana. Cosas que te imaginas, niño. Debe de ser en otra calle, en otro edificio. Bueno, adiós; no me quitesmás tiempo. No te metas en lo que no te importa ni provoques máslíos. Ya basta, niño, por favor. Tengo que preparar la comida; miesposo llega a las dos y media. Pero, señora... Vete, niño, o llamo a lapatrulla y te vas derechito al Tribunal de Menores.Regresé a mi casa y no puedo recordar qué hice después. Debode haber llorado días enteros. Luego nos fuimos a Nueva York. Mequedé en una escuela en Virginia. Me acuerdo, no me acuerdo nisiquiera del año. Sólo estas ráfagas, estos destellos que vuelven contodo y las palabras exactas. Sólo aquella cancioncita que no volveré aescuchar nunca. Por alto esté el cielo en el mundo, por hondo que seael mar profundo.Qué antigua, qué remota, qué imposible esta historia. Peroexistió Mariana, existió Jim, existió cuanto me he repetido después detanto tiempo de rehusarme a enfrentarlo. Nunca sabré si el suicidiofue cierto. Jamás volví a ver a Rosales ni a nadie de aquella época.Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieronmi casa, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminóaquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie leimporta: de ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó comopasan los discos en la sinfonola. Nunca sabré si aún vive Mariana. Sihoy viviera tendría ya ochenta años.   

Las batallas en el desiertoWhere stories live. Discover now