La lluvia de fuego

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  Mi madre insistía en que la nuestra -es decir, la suya- era unade las mejores familias de Guadalajara. Nunca un escándalo como elmío. Hombres honrados y trabajadores. Mujeres devotas, esposasabnegadas, madres ejemplares. Hijos obedientes y respetuosos. Perovino la venganza de la indiada y el peladaje contra la decencia y labuena cuna. La revolución -esto es, el viejo cacique- se embolsónuestros ranchos y nuestra casa de la calle de San Francisco, bajopretexto de que en la familia hubo muchos cristeros. Para colmo mipadre -despreciado, a pesar de su título de ingeniero, por ser hijo deun sastre- dilapidó la herencia del suegro en negocios absurdos comoun intento de línea aérea entre las ciudades del centro y otro deexportación de tequila a los Estados Unidos. Luego, a base depréstamos de mis tíos maternos, compró la fábrica de jabón queanduvo bien durante la guerra y se hundió cuando las compañíasnorteamericanas invadieron el mercado nacional.Y por eso, no cesaba de repetirlo mi madre, estábamos en lamaldita ciudad de México. Lugar infame, Sodoma y Gomorra enespera de la lluvia de fuego, infierno donde sucedíanmonstruosidades nunca vistas en Guadalajara como el crimen que yoacababa de cometer. Siniestro Distrito Federal en que padecíamosrevueltos con gente de lo peor. El contagio, el mal ejemplo. Dime conquién andas y te diré quién eres. Cómo es posible, repetía, que enuna escuela que se supone decente acepten al bastardo (¿qué esbastardo?), o mejor dicho al máncer de una mujer pública. Porque enrealidad no se sabe quién habrá sido el padre entre todos los clientesde esa ramera pervertidora de menores. (¿Qué significa máncer? ¿Qué quiere decir mujer pública? ¿Por qué la llama ramera?)Mi madre se había olvidado de Héctor. Héctor se vanagloriabade ser conejo de la Universidad. Decía que él fue uno de losmilitantes derechistas que expulsaron al rector Zubirán y borraron elletrero "Dios no existe" en el mural que Diego Rivera pintó en el HotelDel Prado. Héctor leía Mi lucha, libros sobre el mariscal Rommel, laBreve historia de México del maestro Vasconcelos, Garañón en elharén, Las noches de la insaciable, Memorias de una ninfómana,novelitas pornográficas impresas en La Habana que se vendían bajocuerda en San Juan de Letrán y en los alrededores del Tívoli. Mipadre devoraba Cómo ganar amigos e influir en los negocios, Eldominio de sí mismo, El poder del pensamiento positivo, La vidacomienza a los cuarenta. Mi madre escuchaba todas las radionovelasde la XEW mientras hacía sus quehaceres y a veces descansabaleyendo algo de Hugo Wast o M. Delly.Héctor, quién lo viera ahora. El industrial enjuto, calvo, solemney elegante en que se ha convertido mi hermano. Tan grave, tan serio,tan devoto, tan respetable, tan digno en su papel de hombre deempresa al servicio de las transnacionales. Caballero católico, padrede once hijos, gran señor de la extrema derecha mexicana. (En estoal menos ha sido de una coherencia a toda prueba.)Pero en aquella época: sirvientas que huían porque "el joven"trataba de violarlas (guiado por la divisa de su pandilla: "Carne degata, buena y barata", Héctor irrumpía a medianoche, desnudo yerecto, enloquecido por sus novelitas, en el cuarto de la azotea;forcejeaba con las muchachas y durante los ataques y defensasHéctor eyaculaba en sus camisones sin lograr penetrarlas: los gritosdespertaban a mis padres; subían; mis hermanas y yo observábamostodo agazapados en la escalera de caracol; regañaban a Héctor,amenazaban con echarlo de la casa y a esas horas despedían a lacriada, aún más culpable que "el joven" por andar provocándolo); enfermedades venéreas que le contagiaban las putas de Meave o bienlas del 2 de Abril; un pleito de bandas rivales en los bordes del río deLa Piedad: a Héctor de una pedrada le rompieron los incisivos; él conuna varilla le fracturó el cráneo a un cerrajero; una visita a ladelegación porque Héctor se endrogó con sus amigos del parqueUrueta e hizo destrozos en un café de chinos; mi padre tuvo quepagar la multa y los daños y mover influencias en el gobierno paraque Héctor no fuera a la cárcel. Cuando escuché que se habíaendrogado creí que Héctor debía dinero, pues en mi casa siempre seles llamó drogas a las deudas. (En este sentido mi padre era elperfecto drogadicto.) Más tarde Isabel, mi hermana mayor, meexplicó de qué se trataba. Era natural que Héctor simpatizaraconmigo: por un momento le había quitado su lugar como ovejanegra.   

Las batallas en el desiertoWhere stories live. Discover now