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Quince minutos después, Laurel se dio unos tirones en el guante de su mano derecha para colocárselo bien, mientras caminaba por un gimnasio casi desierto. Como de costumbre, iba impecablemente vestida. Con un top negro y unas mallas de idéntico color, que se ajustaban excesivamente a su cuerpo.

Laurel podía sentir las miradas indiscretas mientras comenzaba con sus ejercicios de calentamiento, previos a un combate. A diferencia de la mayoría de mujeres, ella no era fan de la ropa ajustada. De hecho, era la enemiga oficial de la elegancia. De la compostura. De la buena educación.

Su apellido era sinónimo de guerra, no de refinamiento. El apellido Morris reclamaba venganza, sangre y triunfo. Características asociadas al arte de la batalla y no pretendía actuar de forma contraría a su educación. 

Así pues, la ropa que no fuera útil en un combate era denegada inmediatamente por ella. De esta forma, su vestuario sólo se limitaba a unas cuantas camisetas. Mallas y algún que otro vaquero.

La última que vez que se vistió de forma refinada fue en el funeral de sus padres; Después de eso se deshizo de cualquier atisbo colorido de su armario y lo remplazó por el negro. Oscuro. Opaco. Lóbrego. 

Terminó el calentamiento con los nudillos blancos por la fuerza que ejercía en ellos y cargó, un segundo después contra el saco de boxeo. El corazón de Laurel latía peligrosamente mientras echaba un vistazo en su interior. Hacia el pasado. 

Había reconocido su legado y era la comandante de un sector importante, que suministraba alimento, armas y seguridad en varias ciudades del país.  Salía en los malditos libros de historia junto a las palabras valiente. Sagaz. Héroe; Pero no había manera de sentirse así, como si de verdad hubiera triunfado. Como si nunca hubiera mirado al horror y hubiera visto su reflejo. Como si su corazón no hubiera muerto en el campo de batalla.

También había reconocido que no era una mujer débil. Que había superado más conflictos de los que un soldado pudiera imaginar. Que había salido invicta en más de cincuenta guerras y despedazado a cualquier Arkano que hubiera cometido el error de tropezarse con ella. Era una luchadora y aunque todo el mundo había oído hablar de sus hazañas, no se sentía orgullosa. 

Todos sabían qué había hecho y entregado para asegurar la paz que el país gozaba. Se alegraban y felicitaban a los que tenía por delante en la escala militar, por su batalla incansable contra el mal. Cuando la entrevistaron por primera vez y susurraron asesina, supo que tenían razón. La salvadora de Campbellsville. La espada de la muerte. 

En aquella época, Laurel aún no trabajaba para el consejo y su encrucijada. Los rumores decían que era letal contra los Arkanos y no los contradijo cuando la pusieron en nómina. 

Un par de meses después, se convirtió en una asesina a sueldo. 

Laurel siseó mientras golpeaba el saco que revotaba contra la cuerda ferozmente. Bloqueó todas las imágenes nítidas pese al tiempo, de su memoria y respiró el aroma brillante y tranquilizador de los vapores de jazmín que ondeaba al salir del aire acondicionado. Había comprado un cargamento entero para el uso exclusivo del gimnasio, con el que mitigaba el olor intenso de la transpiración constante de los usuarios y nocturnos, que dedicaban horas completas a sus entrenamientos. 

Durante cuatro años, una parte de ella se había aferrado al entrenamiento militar de sus padres, que impulsaba el honor y el respeto por cualquier enemigo al que se enfrentara. Que ellos fueron asesinados sin ningún tipo de honor hizo que viera sus enseñanzas con otros ojos. Que se diera cuenta de que la vida y sus oponentes, nunca serían honestos a la hora de llamar a la muerte. 

Arkadia: La Puerta Hacia El InfiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora