VIII

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—¿No son hermanos el rico y el pobre? —preguntó el rey.

—Sí —respondió el hombre— y el hermano rico se llama Caín.

Y al joven rey se le llenaron los ojos de lágrimas, y siguió avanzando a caballo por entre los murmullos de la gente, y el pajecito se asustó y lo abandonó.

* * *

Y cuando llegó al pórtico de la catedral, los soldados le opusieron sus alabardas y le dijeron:

—¿Qué buscas aquí? Nadie ha de entrar por esta puerta sino el rey.

Y la cara se le enrojeció de ira, y les dijo:

—Soy el rey.

Y apartando las alabardas, pasó por entre ellos y entró al templo.

Y cuando el anciano obispo lo vio entrar vestido de cabrero, se levantó con asombro de su trono, y avanzó a recibirlo y le dijo:

—Hijo mío, ¿es éste el traje de un rey? ¿Y con qué corona he de coronarte, y qué cetro colocaré en tus manos? Ciertamente, para ti éste debiera ser día de gozo y no de humillación.

—¿Debe la Alegría vestirse con lo que fabricó el Dolor? —dijo el joven rey. Y contó al obispo sus tres sueños.

Y cuando el obispo los oyó, frunció el ceño y dijo:

—Hijo mío, soy un anciano y estoy en el invierno de mis días y sé que se hacen muchas cosas malas en el ancho mundo. Los bandidos feroces bajan de las montañas y se llevan a los niños y los venden a los moros. Los leones acechan a las caravanas y saltan sobre los camellos. Los jabalíes salvajes arrancan de raíz el trigo de los valles, y las zorras roen las vides de la colina. Los piratas asuelan las costas del mar y queman los barcos de los pescadores y les quitan sus redes. En los pantanos salinos viven los leprosos; tienen casas de juncos y nadie puede acercárseles. Los mendigos vagan por las ciudades y comen su comida con los perros. ¿Puedes impedir que estas cosas sean? ¿Harás del leproso tu compañero de lecho y sentarás al mendigo a tu mesa? ¿Hará el león lo que le mandes y te obedecerá el jabalí? ¿No es más sabio que tú aquel que creó la desgracia? Rey, no aplaudo lo que has hecho, sino que te pido que vuelvas al palacio y te pongas las vestiduras que sientan a un rey, y con la corona de oro te coronaré y el cetro de perlas colocaré en tus manos. Y en cuanto a los sueños, no pienses más en ellos. La carga de este mundo es demasiado grande para que la soporte un solo hombre y el dolor del mundo es demasiado para que lo sufra un solo corazón.

—¿Eso dices en esta casa? —interrogó el joven rey; y dejó atrás al obispo, subió los escalones del altar, y se detuvo ante la imagen de Cristo.

A su mano derecha y a su izquierda se hallaban los vasos maravillosos de oro, el cáliz con el vino amarillo y con el óleo santo. Se arrodilló ante la imagen de Cristo y las velas ardían esplendorosamente junto al santuario enjoyado y el humo del incienso se rizaba en círculos azules al ascender a la cúpula. Inclinó la cabeza en oración y los sacerdotes de vestiduras rígidas huyeron del altar.

Y de pronto se oyó el tumulto desatado que reinaba en la calle y los nobles entraron al templo espada en mano y agitando sus plumeros y embrazando sus escudos de pulido acero.

—¿Dónde está el soñador de locuras? —exclamaban—. ¿Dónde está el rey vestido de mendigo, el que trae la vergüenza sobre el Estado? En verdad que hemos de matarlo, porque es indigno de regirnos.

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El Joven Rey - Oscar WildeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora