Capítulo 18: Eugenia

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Ella siguió caminando por el pasillo hasta que llegó al lado mío. Pude notar por su expresión que quería decir algo, seguramente uno de esos comentarios graciosos que tanto le gustaban, pero prefirió mantener el silencio. Fui yo quien lo rompió.

—Me gustaría creer que sólo sos una azafata—le reproché.

—¿Y qué crees que soy?—preguntó ella con una pequeña sonrisa.

Por un instante no le contesté, en cambio me dediqué a observarla con atención. Hacía mucho tiempo que no la veía, la extrañaba tanto que me dejé cautivar una vez más por su belleza. Mi corazón, contento, dio un vuelco adentro de mi pecho. Luego volví a concentrarme en nuestra conversación.

—No importa qué es lo que creo. De todas maneras la realidad es una sola—más allá de si Eugenia era una chica común y corriente o algo más, no podía cambiarlo, sin importar qué es lo que yo creía.

—A mi sí me importa—me respondió con brusquedad—. No quiero que me tengas...

—¿Miedo?—la interrumpí. Había expresado ese deseo cuando echó a correr hacia el cementerio. No me tengas miedo, había dicho, sin añadir nada más. Se limitó a mirarme con los ojos tristes. Su silencio me dio la premisa de que había acertado—¿Debería tenerte miedo?

—Eso depende de vos—dijo un tanto insegura—. Pero la verdad es que... siempre me tienen miedo—culminó, desviando la mirada. Dejó de hablar en ese instante. Pude notar que se estaba esforzando por contener el llanto.

Una nueva turbulencia sacudió el avión y fue tan fuerte que por un momento creí que saltaría del asiento. Le hice un gesto a Eugenia para que se sentara. Mientras lo hacía pude observar cómo algunos pasajeros la miraban con desprecio.

—Si sos azafata y no atendés a los pasajeros más que miedo te van a odiar—le dije en voz baja, señalando con la cabeza a las personas que ella había ignorado.

—¿Azafata? ¿Qué, por esto?—preguntó mirando su uniforme. Yo asentí con la cabeza—Si es por la ropa que uso entonces fui muchas cosas.

—¿De dónde sacás todo?—la curiosidad era enorme.

—Siempre consigo lo que necesito—dijo con tranquilidad—. Y hoy necesitaba encontrarme en este lugar.

—¿Acaso...? ¿Es posible que sea por mí?—pregunté con parsimoniosa lentitud. El avión tembló de nuevo y mis últimas palabras salieron entrecortadas.

—Si Matías. Vine por vos.

Si bien su mirada firme transmitía seguridad yo sentí miedo, se me había helado la sangre en ese mismo instante. Tragué saliva sonoramente. Agarré el pequeño bolso de mano con el que me permitieron abordar y saqué el libro que Eugenia me había dado en nuestra última cita.

—Aún no lo leí—susurré sin sacar la vista de la portada. Lo abrí y tomé una flor de pétalos blancos que había guardado en su interior, protegida entre las hojas. Se la entregué.

—¿De dónde...?—parecía tener cuidado en lo que decía, buscando las palabras precisas. Yo volví a mirarla. Ella observaba la flor seriamente—¿De dónde la tomaste?

—El día que te fuiste el viento la arrastró desde el cementerio y llegó hasta mis pies.

—¿Y la guardaste desde entonces?—preguntó sorprendida.

—Si, porque me recuerda a vos—le dije con sinceridad.

—Entonces...—se mantuvo en silencio unos segundos, sin mirarme. Luego volteó nuevamente hacia mí y continuó—Ya sabés todo, ¿verdad?

Todos los viernes a las tres  (En edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora