CAPÍTULO 6

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CAPÍTULO 6:

Poco después del decimoquinto cumpleaños de las hermanas, el abuelo cayó enfermo. Hacía meses que su comportamiento lindaba entre lo extraño y lo espeluznante. Un día, el nuevo director del colegio al que habían asistido las niñas cuando eran pequeñas, se puso en contacto con su padre, Leonardo, para comunicarle que su suegro estaba allí, en pijama, reclamando a sus nietas. Un profesor lo reconoció cuando gritaba al conserje, quien pretendía cerrar la puerta a tan extraño personaje. Insistía, entre imprecaciones, en que las gemelas aún no habían salido de clase. Justo antes de que el interpelado llamase a la policía, el profesor logró calmarlo y lo invitó a que esperase en un despacho.

Desde entonces, cenaba dos veces o ninguna, en función de que creyese haberlo hecho o no. Se afeitaba a medias; se quedaba parado en mitad del pasillo, de noche, desorientado cuando iba al baño. En cierta ocasión, Julia lo oyó hablar con su abuela, la esposa del anciano, fallecida muchos años atrás. Se daba a llamar a un tal Toby durante un buen rato. Por los gestos, Julia dedujo que se debía tratar de algún animal, un perro con toda probabilidad. Su madre le confirmó que Toby había sido su mascota cuando era pequeña, una mezcla de cocker y otra raza que nunca había logrado discernir.

Al poco, el abuelo dejó de tener fuerzas hasta para levantarse de la cama. Quizás había olvidado la manera y el concepto mismo de caminar. Por ello, lo ingresaron en un hospital para que recibiera los cuidados necesarios, por mor de una improbable recuperación.

Fue un golpe duro para la familia, sobre todo para las hermanas, tan acostumbradas a la figura del abuelo. Cada una de ellas encaró el lance de distinta manera. Ángela se encerró en sí misma, y no quiso saber nada de él, aunque por dentro la tristeza la destrozara, y pidiera al cielo cada día para que se curase de su enfermedad. Julia no abandonó el cabecero del hombre ni un solo instante. Pasaba las noches junto a su cama. Dormitaba a ratos. Al amanecer regresaba a su hogar, se aseaba, desayunaba y marchaba para el instituto. Ni tan siquiera sus padres pudieron prohibir que acudiera a cuidarle día tras día. Era triste y difícil de soportar que el anciano no fuera capaz de reconocerla.

Un día internaron a un hombre tan ancho como alto, de calvicie brillante y ojillos vivarachos. El nuevo enfermo sufría de estómago. Era amante de la cocina, de la buena y de la mala, no importaba, y sus excesos durante años tuvieron sus consecuencias. Según parecía, era dueño de un antiguo yate adquirido en tiempos mejores y en el que aún celebraba algunas fiestas donde el alcohol no escaseaba. Tenía muy mal genio, y no dudaba en chistar diez veces en la madrugada para acallar los ronquidos del abuelo.

Una tarde se llevaron al anciano para hacerle unas pruebas. Los médicos estaban preocupados por el empeoramiento de su estado. Julia quedó desolada. Enterró el rostro entre sus manos y lloró amargamente.

—Venga, venga, que no escucho la televisión —le espetó el compañero de habitación, que se llamaba Hilario, aumentando el volumen con el mando a distancia.

—¿Es que no tiene usted corazón? —replicó la chica con los ojos enrojecidos. Su mirada se clavó con furia en el enfermo.

El hombre miró hacia otro lado. Suspiró.

—Entiendo que estés mal. Se ve que tu padre, o tu abuelo, o quien sea ese hombre, ha debido de ser muy bueno contigo. No te has apartado de su lado desde que llegué. No has perdido la esperanza de su recuperación, y eso es bueno. No lo hagas. No abandones sus atenciones, incluso cuando parezca imposible que mejore. Él te lo agradecerá. Cosas más raras se han visto… —Hilario se sumió en sus ensoñaciones, perdiéndose en las grietas del techo.

Julia le escuchaba con atención. Se limpió las lágrimas de los ojos con el antebrazo.

—¿A qué se refiere, con eso de cosas más raras se han visto?

"El alma que vistes, primera parte: el abuelo"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora