CAPÍTULOS 3 Y 4

272 3 0
                                    

CAPÍTULO 3:

—¿Las mariposas son flores que se aburren en el suelo y un día deciden volar? —preguntó la pequeña Julia a su abuelo, mientras paseaban por un parque donde el blanco inmaculado de los crisantemos y las azucenas, el color pajizo de los narcisos y los ojos purpúreos de las orquídeas lo elevaban a la categoría de paraíso terrenal.

El amor que Julia profesó a su abuelo en vida determinó que lo idealizara en muerte. La ausencia de un ser querido fuerza a nuestra memoria a ser selectiva en cuanto a los recuerdos, relegando al rincón del olvido las experiencias tristes o negativas (¡cuántas veces había amenazado el pobre anciano con quitarse el cinturón si seguían portándose mal, advertencia jamás convertida en realidad!) y haciendo emerger las evocaciones más felices. La voz del abuelo, rota por la edad y el tabaco, era eficaz bálsamo que apaciguaba el carácter inquieto de las hermanas.

—Las flores pueden ser todo lo que tu imaginación te diga que sean —respondía a la niña con una carcajada.

Desde que era muy pequeña Julia ya apuntaba maneras de escritora. Influyó profundamente en su fecunda imaginación la inusual relación que mantenía con su hermana gemela, Ángela. Llamaba mucho la atención del hombre el carácter dispar de sus nietas: Julia, tan imaginativa y curiosa; Ángela, tan despistada y presumida. La primera siempre inventaba juegos y, la segunda, la seguía en ellos fielmente, hasta que se aburría y se dedicaba a peinar a sus muñecas.

—¿Qué hacéis delante del espejo? —inquiría el abuelo.

—¡Es que ahora somos cuatro hermanas! —reía Julia mientras jugaba a despistar a su reflejo, en vano intento por adelantarse a sus movimientos.

Ángela jugaba un rato y luego, hastiada de repetir lo mismo una y otra vez, agarraba su muñeca favorita, un cepillo, y se sentaba a desenredar su enmarañado cabello artificial.

—¿Son las estrellas grietas en el cielo, abuelo? —preguntaba Julia con harta curiosidad.

Ambas hermanas, por su condición de gemelas, eran físicamente exactas. Sus amigos, sus profesores, los dependientes de los comercios del barrio… todos solían confundirlas, cambiarles el nombre una y otra vez. A Ángela la llamaban Julia, y a Julia Ángela. Incluso cuando a Julia la llamaban Julia y, a Ángela, Ángela, su interlocutor no estaba del todo seguro de haber acertado con el nombre. Con el transcurso de los años, sus personalidades tomaron derroteros distintos, ofreciendo pistas suficientes como para distinguir a la una de la otra.

Al abuelo, devorador incondicional de libros, le gustaba jugar con la imaginación de Julia, que era muy despabilada para su edad.

—Ángela y yo parecemos iguales, ¿verdad abuelo?, pero no lo somos —sentenció la niña sentada en el regazo del hombre. Su hermana se balanceaba con ímpetu en el columpio, indiferente a la conversación. La fragancia que exhalaban las flores al atardecer les hacía agradable el simple acto de respirar. El trino acelerado de los ruiseñores se derramaba desde las ramas de los árboles hasta sus oídos. El alma del anciano encontraba el equilibrio en esos momentos de paz, cuando su mundo se reducía al confortable abrazo de aquel entorno y al placer humilde de disfrutar de sus nietas.

El hombre guardó silencio. Aprovechó que Ángela se había hartado de mecerse en el juguete y había regresado a su lado, para señalarles unos majestuosos arbustos dispuestos con estudiada regularidad sobre uno de los jardines del parque. Entre ellos se hallaba tendido el cuerpo de un gato.

—¿Veis ese gato muerto?

Las niñas miraron en la dirección que indicaba el abuelo.

—¡Puaj! —exclamó Ángela girando la vista hacia otro lugar. Sus rizos dorados ocultaron parte de su rostro.

"El alma que vistes, primera parte: el abuelo"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora