CAPÍTULOS 7 Y 8

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CAPÍTULO 7:

“El abuelo falleció poco después de su ingreso hospitalario. El funeral fue muy triste. Mucho más con la ausencia de Ángela, que se negó a asistir, abatida por la pena. Mamá y papá se tomaron de la mano durante toda la ceremonia, gesto de cariño poco habitual en la cotidianeidad de mi hogar. Nuestras lágrimas lavaron su ataúd: insuficiente ofrenda para compensar el inconmensurable amor que nos había brindado durante toda su vida. Aún hoy nos sentimos deudores de su afecto, de la pasión desinteresada que había guiado todos sus actos, incapaz de pedirnos algo a cambio. Aproveché un momento de despiste, en el que mi madre ahogaba sus lágrimas en el hombro de mi padre, para acercarme a la caja que guardaba los restos del anciano. Los operarios del cementerio la habían abierto una última vez para que sus allegados se despidieran de él antes de que el horno crematorio se diese un festín con su cuerpo inerte. Lo que vi encajado entre la ropa fúnebre aplacó mi aflicción. El hombre menudo, arrugado, de piel cetrina y cuyos ojos se hallaban cerrados en fingido sueño, no era mi abuelo. Se trataba de una simple funda que había cobijado a mi amado ascendiente, un envoltorio de carne y huesos caduco, no de una persona de verdad. El abuelo ya se encontraba en otra parte, tan lejos y a la vez tan cerca de allí.” Diario de Julia Álvarez.

CAPÍTULO 8:

En los días sucesivos, Julia releyó aquel libro recibido en su sexto cumpleaños, “La isla del tesoro”. Justo un tesoro incalculable significaban para ella las palabras que le había dedicado el abuelo, escritas en las primeras páginas. Recordó entonces cómo la obra de Robert Luis Stevenson la había atrapado en una red de letras de la que jamás pudo escapar. Tampoco le apeteció hacerlo. Hasta entonces sus lecturas se habían resumido, primero, al contenido de los libros de enseñanza con los que aprendió las letras del abecedario. Asimiló sin problemas que con la letra a se escribe alegría y, con la efe, felicidad. Segundo, una vez superados estos conceptos simples, se había abandonado a la lectura de cuentos infantiles, mucho más placenteros, que narraban las aventuras y desventuras de príncipes azules a lomos de corceles níveos al rescate de princesas en apuros. En cuanto a ese primer libro para mentes más maduras que cayó en sus manos, “La isla del tesoro”, le había impactado sobremanera el universo que había concebido su autor. Llegó a sufrir junto con el protagonista a lo largo de las páginas como, por ejemplo, cuando se ocultó de los piratas en el barril de manzanas; tembló de miedo en la oscuridad de su habitación con los susurros del viento que arrastraba el nombre de Long John Silver…

Esa obra sucedió a otras muchas que Julia devoraba con ansia. Le impresionó profundamente la inventiva que revestía a todos esos literatos, capaces de crear tan variados personajes, parajes y situaciones, utilizando como materia prima algo intangible, etéreo, como es la imaginación. De la nada sacaban todo un mundo. Le sorprendió profundamente que las palabras influyeran en su estado de ánimo como lectora, pues se había sentido una compañera más en los periplos que vivían (vivir, ese es el término más exacto) los diferentes protagonistas durante sus aventuras; llegó a asimilar sus sensaciones como si fueran propias.

Así, animada por las obras leídas durante su niñez, e inspirándose en las vivencias compartidas con su hermana Ángela, Julia se atrevió un día, primero de las vacaciones de verano tras  el curso escolar, a coger el cuaderno del colegio, justo por las páginas en blanco tras los últimos ejercicios realizados en clase, y a derramar sin tapujos las fantasías que barruntaba hacía tiempo, con objeto de moldear sus propias historias.

Desde la muerte del abuelo, se había distanciando un poco más de su hermana. No podía evitar reprocharle su actitud durante los últimos días de su vida. En el colegio ya solían relacionarse con distintos amigos pues mientras Ángela adoraba jugar a las casitas, a acunar a sus muñecas, a la comba y otros tipos de entretenimientos con las niñas de clase, Julia los alternaba con su participación en los partidos de fútbol o baloncesto que disputaban los chicos. Sin embargo, solían estar mucho tiempo juntas en casa, compartiéndolo casi todo. Máxime cuando el anciano las recogía y las llevaba a los mismos sitios a hacer las mismas cosas. Todo había cambiado. Ángela, con la belleza ganada a lo largo de los años, gustaba de arreglarse, maquillarse y flirtear con los jóvenes del instituto. Se había marcado una rigurosa dieta, a pesar de que no le hacía falta, y no sólo su personalidad sino también su físico diferían cada vez más de los de Julia.

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⏰ Última actualización: Jan 22, 2013 ⏰

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"El alma que vistes, primera parte: el abuelo"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora