Denton Park, Cornualles
Inglaterra, diciembre de 1880
Jezabel Ashton no era una mujer fácil de alterar.
Cuando le tocaba enfrentar una situación difícil, hacía balance con listas de ventajas y desventajas, y tal era su convencimiento al tomar una decisión, que consideraba una completa rebuznada preocuparse o arrepentirse más tarde.
Sin embargo, había ciertas sentencias que no podía dictar sin que le temblase la mano, y era porque en esas en concreto existía el conocido «margen de error». El mayor y peor enemigo de una mente racional como la suya.
Una ecuación solo podía resolverse de una manera. Se podía hacer bien o se podía hacer mal, no había grises en esa paleta de extremos. Pero cuando se trataba del corazón, no había nada blanco ni había nada negro. Los sentimientos eran una compleja amalgama de tonalidades. No existían unas palabras mágicas o un procedimiento concreto para lograr lo que se proponía.
Todo estaba al aire: ese era el pensamiento que le taladraba las sienes mientras esperaba con más ansiedad que paciencia a que Leverton apareciese.
Tenía muy presentes dos cosas. La primera, que estaba quebrando al menos diez mandamientos, quince leyes sociales y veinte normas del decoro... a falta de una. Y la segunda, que nada ni nadie la había empujado a hacerlo salvo ella misma. Ni siquiera había necesitado la aprobación de Viviana Conti, su compañera de maquinaciones, ni la suave regañina de Abigail Appleby, quien solía apelar a la razón base que cualquier persona decente debía poseer... Lo que significaba que nadie conocía sus planes concretos a excepción de sí misma.
Si triunfaba, sería su victoria. Si caía, sería su gran fracaso. No podría culpar a nadie de haberla inducido a comportarse como una total libertina, ni tendría que agradecerle a nadie que la hubiese empujado a los brazos de la feliz equivocación.
Siendo directos, había sido lady Jezabel Ashton en todo su esplendor romántico, y sin ayuda de ningún miembro de la Comitiva del Cortejo, quien se había colado en la habitación de lord Leverton con poco más que un batín.
La puerta no tardó en crujir anunciando su llegada. Sí, también fue solo lady Jezabel Ashton quien se puso nerviosa. Sin ayuda de nadie. Pero como nada fue tan importante como disimularlo, logró fingir que guardaba la calma. Era su primera y última oportunidad de hacer las cosas bien. De confesarle al hombre de sus sueños que llevaba enamorada de él desde que tenía uso de razón.
Lo había pensado tanto que había acabado con migraña. ¿Cómo se le decía a un hombre que se le amaba de manera que nunca pudiera olvidarlo? La familia Ashton jamás hacía las cosas a medias; más bien se esforzaban en llevar el concepto «a lo grande» a un nuevo nivel. O más bien las mujeres Ashton, porque solían ser ellas las que abrían antes su corazón. Que se lo dijeran a su propia madre, quien le declaró su amor al marqués de Denton cantando un soneto delante de todo un salón atestado a invitados.
Fuera por motivos familiares o razones personales, Jess no se había conformado con la posibilidad de cogerlo del brazo y conducirlo a un pasillo para decirle cuatro tonterías sacadas de un poema de Lord Byron. Tampoco le gustó la idea de asaltarlo durante la transición entre la cena y la hora de acostarse. Y ni mucho menos servirse de una carta poética, entre otras cosas porque la poesía, junto con el baile y mantener la boca cerrada durante debates masculinos, era una de las cosas que peor se le daban.
Renunció asimismo a la declaración escrita por un motivo superior, y es que necesitaba ver su cara cuando se lo dijera.
Y fue su cara lo que vio al cabo de una fracción de segundo, cuando después de cruzar el umbral, Leverton frenó secamente al toparse con su figura inmóvil.
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Cómo robar el corazón de un marqués [YA A LA VENTA]
Ficción históricaA veces, la libertad es poder elegir a quién quieres encadenarte... Se mire por donde se mire, todo va en contra de los planes de conquista de Jezabel Ashton: un rechazo humillante, un aparente compromiso futuro en el que no está incluida y la desap...