Prólogo.

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…Si tan solo la vida pudiese devolverle su sonrisa… si tan solo pudiese sentir más allá del roce de las frías sábanas al levantarse… Si tan solo él pudiese recobrar la cordura y la serenidad… Si tan solo Dios le tendiera una mano o simplemente le quitase el aliento de una vez por todas. Si tan solo pudiese experimentar la felicidad o el calor del sol al asomarse por la ventana… si tan solo su cuarto tuviese una ventana a la que asomarse… Si tan solo fuese libre… Si tan solo pudiese articular una palabra… Si tan solo su destino fuera diferente…

Ya no poseía la fuerza de voluntad suficiente como para recordar la última vez en que oyó a su corazón latir o recordar el simple sabor de una taza de café.

Su propia carne se convirtió en la celda perfecta para su espíritu, la cárcel idónea para encerrar y acabar con su vitalidad y esencia. Las cuatro paredes entre las que se encontraba, jamás podrían igualarse a su propio cautiverio.

A pesar de que tenía total control sobre los músculos de sus extremidades, no le apetecía realizar movimiento alguno. Sus pensamientos parecían desvanecerse en el aire, y ni siquiera llegaba a estar seguro de que era él quien pensaba.

Lo que los médicos comenzaron diagnosticando como afasia, empeoraba con el paso del tiempo. ¿Era acaso un severo accidente cerebrovascular lo que lo mantenía esclavo dentro de si mismo?

Él siempre supo que lo que estaba sobre él era mucho más potente que una simple enfermedad del mundo de los mortales… Era eso o los cuentos religiosos que le relataba su madre habían terminado por sumirlo en la paranoia.

…Imágenes… las imágenes venían y se instalaban en lo más oscuro y recóndito de su cerebro. La única forma de librarse de ellas era plasmarlas en un papel… o en este caso, en las paredes de su habitación.

Lo último que dibujó fue un laberinto… y al final del laberinto… una mujer.

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