Capítulo 2. Al contrario de él.

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Debido a que su estadía en aquella ciudad se había extendido, Fubuki necesitaba un trabajo y decidió contactar a uno de sus amigos que había vivido gran parte de su adolescencia en Inazuma y habló con la madre de su novia, fue así como logró conseguir un trabajo de medio tiempo. Era un empleo donde se ganaba lo suficiente para comer y pagar los servicios, sólo debía ser un buen chico, sonreír y servirles sus Okonomiyakis a los clientes antes de que transcurrieran 30 minutos. Sí, era mesero en un restaurante, pero se mantenía optimista; sabía que las cosas mejorarían.

Mientras tanto, Hiroto Kiyama acudía a la facultad de tecnología, donde cursaba una carrera de ingeniería en computación, pasaba gran parte de su día con las narices metidas en libros y las únicas chicas que conocía eran ecuaciones exponenciales. Sus mejores amigos: problemas de cálculo. Al terminar, debía dirigirse a la empresa Kira, donde su padre trabajaba y lo instruía para convertirlo en un digno heredero del negocio familiar. Sí, la vida era buena, no tenía de qué quejarse si su futuro ya había sido construido.

Vaya mundos opuestos, que se encontraron en las circunstancias más comunes.

Cuando Shirou Fubuki abordó su autobús de la tarde, con su cabello hecho un desastre y oliendo a mar, estaba tan cansado que pudo haberse desmayado en el estrecho pasillo. Recorrió los asientos con sus fríos ojos de invierno, todo en él se volvió más ligero cuando reconoció aquella cabellera roja entre todas las demás personas y sonrió cuando los ojos jades lo encontraron también. Ni siquiera pidió permiso, sólo ocupó su lugar. En segundos le fue ofrecido un auricular que no pensó rechazar, lo introdujo en su oreja y dejó que la música llenara todos los rincones de su agotado cuerpo. Jamás hubiese imaginado que pudiese ser tan pesado. Cerró los ojos y todo desapareció.

Hiroto Kiyama reprodujo una canción de The Gazette, era lo más suave que guardaba en su mp3. Miró a su compañero y este yacía dormido en su asiento, ahora que no estaba consciente lo observó sin ningún tipo de discreción. Tenía la piel tersa, la nariz perfilada y pestañas largas. De cierto modo, era un muchacho muy bonito y ya no pudo despegarle la mirada en todo el viaje.

Fubuki sentía que flotaba en cuanto bajó del transporte y se metió dentro de su pequeño departamento con los pies en polvorosa. Se tomó un rato para pensar en Hiroto Kiyama y en cómo no podía creer que alguien tuviera el cabello así de rojo, o los ojos tan claros, parecía que podía mirar a través de ellos si tan sólo se atreviera a sostenerle la mirada más de dos segundos. Quería tocar su cabello, donde parecía que nada se enredaba y todo encontraba un orden.

Cenó un pastel de queso y jamón, revisó sus redes sociales preguntándose en varias ocasiones cuál sería el nombre del muchacho, era inútil probar con cualquier opción, no conocía ni sus iniciales. No se complicó la vida por ello, se entretuvo viendo vídeos y designó al chico pelirrojo una de las habitaciones en su mente. De donde no podría sacarlo nunca más.

Las estadísticas y operaciones numéricas no lograban disipar los recuerdos de aquel muchacho que saltaban como imágenes violentas en su mente. Sin piedad. Profundos ojos grises, sus manos delgadas de porcelana, lo lindo que se veían sus labios cuando sonreía; tan sincero. Quizás no estaba bien pensar así de un chico que apenas conocía y cuyo nombre era un misterio, ¿cuál sería? Pensaba que debía ser tan honesto y blanco como su sonrisa. Blanco. Y Shirou Fubuki pasó a alojarse en la mente de Hiroto Kiyama. Se mudó y escogió una habitación, la más grande.

Al día siguiente, Shirou Fubuki buscó su mejor camiseta y sus jeans más lindos y ni siquiera lo hizo a consciencia, se percató de ello cuando se encontraba en la parada de autobuses, viéndose ansioso por la llegada de su transporte. La imagen del muchacho amante del rock aparecía una y otra vez detrás de la oscuridad de sus párpados. Una y otra vez. Una y otra vez. El autobús se estacionó frente a Fubuki. Cabello rojo que brillaba con los rayos del atardecer. Subió las escaleras. Ojos honestos. Se enfrentó al pasillo. Voz suave. Alzó la mirada.

Él no estaba allí.

No estaba para guardarle su lugar, para sentarse a su lado y escuchar música juntos. No estaba y Fubuki se vio forzado a ocupar el primer asiento al lado de una señora que dormía como un tronco. ¿Por qué no estaba ahí? ¿Se habría enfermado? ¿Se le habría hecho tarde? O simplemente ya no quería abordar ese autobús ¿lo habría incordiando con su curiosidad? Miles de escenarios pasaron por su cabeza pero eligió la segunda opción: Se le había hecho tarde. Si, eso era. Se bajó en su parada y caminó directo a su trabajo. Cuando llegó, pensaba que su gerente le estaba esperando, incluso le echó un vistazo a su reloj, pero estaba a tiempo, ella simplemente estaba allí limpiando mesas mientras escuchaba música en su smartphone. Cabello rojo, ojos claros y piel pálida. Al pasar junto a ella le saludó con un ademán y ella lo miró con sospecha. Por supuesto, Shirou no reparó en eso.

–¿Te encuentras bien?– preguntó la morena, llamando la atención de Fubuki. –Luces decepcionado, como si te hubiesen dejado plantado.

Su corazón dio un brinco frente a los ojos lila de Lika Urabe. ¿Ella sabría? ¿Había leído sus pensamientos y sentido sus emociones? ¿Descubriría la existencia del muchacho pelirrojo? Necesitaba tranquilizarse porque estaba demasiado paranoico, era obvio que ella no podría saber nada que no le hubiese dicho. Sólo era su salvaje imaginación atacándolo con las mejores armas. Le obsequió una amable sonrisa, conmovido por su atención y preocupación.

–Estoy bien. Gracias.– aseguró.

Lika Urabe le devolvió la sonrisa mostrándose más tranquila. –De acuerdo. Pero si necesitas consejos, puedes hablar conmigo, recuerda que soy una dama que sabe mucho sobre amor.– Y le guiñó el ojo de una manera juguetona.

Fubuki soltó una suave risa, sutil y angelical. –Lo tendré en cuenta.– respondió. Qué muchacha tan encantadora.

Pero, ahora que lo había mencionado y se había escondido en los pliegues de su cerebro,quizás era así como se sentía: como si lo hubiesen dejado plantado. No comprendía el por qué, si era tan absurdo si quiera pensar en sentir algo,pero no podía simplemente reprimirse. Guardaba la esperanza de poder verle en la tarde y así aclarar sus emociones. De seguro sólo estaba confundido, porque ese muchacho había sido muy amable y él quería un amigo. Seguro era eso.

Cuando salió de su trabajo, ajustándose los pantalones, se apresuró en llegar a la parada, abordó el autobús pero él no estaba ahí. Otra vez. La decepción pesaba en sus hombros, ¿qué le habría ocurrido? Se preguntaba, su frente apoyada en el cálido vidrio de la ventana, donde él solía sentarse, y sus ojos mirando el exterior,esperanzado de que, por alguna fuerza del destino, el muchacho pelirrojo apareciera. Pero no ocurrió, sin embargo, una idea golpeó su cabeza y ni siquiera tuvo tiempo de meditarlo. Su mano viajó hasta el botón rojo y lo presionó, anunciando que se quedaría en la próxima parada. La parada de Hiroto Kiyama. Se bajó en un calle donde las casas eran ridículamente ostentosas. Tan absurdas como su idea, ¡Fubuki no sabía dónde carajos vivía Hiroto Kiyama! No sabía cuál era su casa y tampoco podía ir de puerta en puerta preguntando "¿Vive aquí el chico pelirrojo que siempre se va conmigo en autobús? No lo vi hoy y quería saber si estaba bien?" ¡No! ¡Qué horror! Se veía como todo un acosador. Era un completo estúpido, ¿por qué había hecho eso, en primer lugar? Por Dios, no es como si tuviera algún tipo de relación con ese muchacho. No tenía por qué preocuparse. Con las manos dentro de sus bolsillos retomó su camino hasta su departamento, pensaba que hasta el sol sentía vergüenza de acompañarle pues comenzaba a esconderse tras su espalda. Las mejillas se le tiñeron de rojo y sentía tantas ganas de que la tierra se lo tragara y lo escupiera en Hokkaido; su hogar.

Qué vergüenza.

Hiroto Kiyama sentía tantas ganas de disculparse con su compañero de asiento, si tan sólo supiera su dirección iría de inmediato a hacerle una visita. Pero no sabía ni su nombre, seguro que si llegaba a su casa sin más, el muchacho se asustaría, lo golpearía en la cabeza con una sartén y llamaría a la policía. Era lo más seguro y por ahora, sólo podía esperar. Odiaba esperar.

En su intento por hacer pasar las horas más rápido, ambos se hicieron una misma pregunta: ¿Qué clase de vida tendría el otro?

Hiroto Kiyama era de familia adinerada, con todo lo que Shirou Fubuki podía soñar: domingos de cenar afuera. Reuniones en enormes salones de baile, con champán y vestidos hermosos. Un gran jardín con piscina. Familia y amigos. Shirou Fubuki, al contrario de él, vivía solo en un pequeño departamento situado en un modesto vecindario, había un pequeño parque cerca (al que no había ido). No tenía amigos ni familia, demasiado solitario y triste. Aún no se conocían del todo y ya resaltaban las diferencias en ellos y, aún así, el destino se había encargado de juntarlos. No sabían cómo trabajaba, era impredecible, violento y maravilloso.

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