Prólogo

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Estaba en problemas.

Joder que sí.

Y de alguna manera siempre lo supo, pero tuvo la certeza desde aquella noche cuando logró escabullirse de entre la fortaleza de NEST, llevando a ese chico entre sus brazos, inconciente.

Pudo dejarlo morir ahí, pudo dejar que experimentaran con él cual vil rata de laboratorio...

¿Su excusa?

-Eres mio, Kusanagui- le había susurrado en aquélla ocasión, en el último momento de conciencia del chico –me perteneces, y nadie tiene derecho de matarte mas que yo.

No supo cuánto tiempo sus pupilas quedaron fijas en aquel rostro que, aún inconciente, reflejaba el dolor que su cuerpo debía estar sintiendo en esos momentos. No recuerda cómo fue que acercó tanto su rostro que el aroma del moreno le llenó las fosas nasales, embriagándolo por completo. Y mucho menos supo en qué momento fue que hundió su rostro en aquél cuello expuesto, absorbiendo con fuerza esa fragancia a la que se supo adicto en cuanto la percibió. Sólo recuerda haber luchado contra esas ansias locas de clavar sus perfectos dientes en aquella morena piel y haber fallado horriblemente. Recuerda también haberlo estrechado con más fuerza, como quien atesora celosamente algo sumamente valioso para sí, como temiendo que alguien llegara de improviso a tratar de arrebatarle lo que por derecho le pertenecía.

Eres mío.

Mío, mío...

Repetía mentalmente cual mantra silencioso, como deseando que sus pensamientos penetrasen en la cabeza del muchacho inconciente y se quedaran grabados con fuego en su cerebro. Para que jamás lo olvidase, para que lo llevara presente en cada paso que diera el resto de su miserable vida.

Era suyo.

Siempre lo había sido.

Y, como leyendo sus pensamientos, los enemigos aparecieron.

Esbozó su característica sonrisa arrogante, esa que sólo mostraba al chico que llevaba entre sus brazos en sus enfrentamientos más intensos e interesantes, cuando sabía que tendría que dar todo en esa batalla si no quería terminar carbonizado bajo el poder del fuego Kusanagui.

Porque sólo ese tonto muchachito, de apariencia enclence pero que escondía una inconmesurable fortaleza, lo hacía batallar de aquél modo. Sólo ese niño mimado de tez bronceada y cabello castaño podía hacerle hervir la sangre de ira y excitación, de golpearlo como nadie jamás lo hizo y de llevarlo hasta sus verdaderos límites.

Sólo ese chico tenía la capacidad de despertar su sangre maldita, de hacerla correr furiosamente en sus venas, como una sensación quemante y enloquecedora, convirtiéndolo en la perfecta máquina asesina.

Y por esa razón es que masacró a todos cuantos se cruzaron en su camino con sus propias manos, fue por eso que tiñó todo el suelo de aquella isla con la sangre de aquellos desgraciados que osaron poner sus asquerosas manos encima de su más preciada posesión.

Porque (oh sí, podía darse el lujo de presumir) el Kusanagui es su más preciada posesión.

Y fue esa reveladora línea de pensamientos lo que le hizo caer en cuenta de que estaba en aprietos. Unos muy, muy grandes y de proporciones ridículas.

Porque para él la atracción hacia los de su género siempre fue natural. Porque para él, cuando hay necesidad, la apariencia es lo que menos importa. Cuerpos sin rostro que sólo sirvieron para satisfacer el llamado de la carne. Hombres, mujeres, el envase es lo de menos.

Y es que podía ser cualquier ser humano sobre la faz de la tierra, pero no ése.

¡Con un demonio, cualquiera, menos ese!

Apretó los ojos, sintiendo a la desesperación atacar su sistema.

Mierda...

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