Ch 1

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Exhaló el humo del enésimo cigarrillo que llevaba en el transcurso de esa madrugada, sentado en el alféizar de la ventana de su departamento.

La brisa nocturna revolvió esa rebelde cabellera pelirroja, que parecía hacer juego con sus ojos de un peculiar y poco común escarlata. Su mirada yacía fija en su plateada compañera de todas las noches, como buscando en ese disco brillante del firmamento las respuestas a ese mar tempestuoso de emociones que le estaba turbando la psique desde hace tiempo.

Pero claro está, su tormento tenía nombre y apellido.

Y ese tormento yacía aún inconciente en su cama.

ÉL, en SU cama.

Había tantas cosas mal en esa insignificante frase que mejor no quiso pensar en ello. Porque más le valía atarse una pesada roca al tobillo y arrojarse al mar envuelto en llamas que siquiera pensar en lo que justamente pensaba en ese momento.

Jodida suerte la suya.

Aspiró una vez más antes de arrojar la colilla al vacío, siete pisos más abajo, y sacar el último cigarrillo de la cajetilla.

Justo lo estaba encendiendo cuando un quejido del chico convaleciente lo sacó de su ensimismamiento.

El moreno había llevado sus manos a la cabeza, vendas cubriendo gran parte de sus brazos, y se la sujetó con fuerza, presa de un fuerte dolor seguramente. Llevaba varias horas inconciente y de vez en vez murmuraba palabras sin sentido. Iori se había imaginado que estuviera tendiendo pesadillas, tal vez relacionadas con su secuestro y los días que lo tuvieron cautivo haciéndole sabrá Dios qué tantas atrocidades. También lo había escuchado llamar a esa estúpida noviecita suya entre sueños (frunció el ceño al recordar eso, arrepintiéndose con todo su ser de haberla salvado de Orochi en aquélla ocasión), presa de una fiebre que lo hacía sudar y delirar.

Se acercó al Kusanagui y se sentó a su lado, tratando de olvidar todos esos pensamientos anteriores y, con una sutileza poco propia en él (para no lastimar y asustar más al chico) apartó las manos de su cabeza, incitándolo a relajarse si no quería abrirse nuevamente las heridas en los brazos. El pelirrojo ajustó suavemente los vendajes flojos y comprobó su temperatura con el dorso de su mano.

Kyo se relajó por un instante al sentir la calidez de esa piel sobre su frente, y cuando esta fue retirada se animó a abrir los ojos. Lo primero que supo fue que no estaba muerto, puesto que es imposible que un cuerpo sin vida doliera de esa jodida manera haciéndole maldecir por lo bajo. También supo que ya no estaba en el laboratorio donde lo tenían cautivo, porque no reconocía ese techo ni esas paredes y el ambiente ya no apestaba a químicos que le revolvían el estómago.

Después notó que estaba sobre la cama más cómoda que jamás había probado en su vida (o tal vez era que había pasado varios días atado a una fría plancha metálica), pero lo que en definitiva sí reconoció, aún a pesar de la poca luz, fue la imponente figura de ese joven pelirrojo sentado a su lado, que justo en ese momento le pasaba un paño fresco por la frente.

La sorpresa lo hizo despejarse un poco del estupor del que aún salía, obligándolo a enfocar mejor su cansada vista.

-¿Y-Ya... gami?- preguntó con voz débil y rasposa, y aún así cargada de incredulidad.

Iori sólo se limitó a mirarle con una expresión sería, e ignorando olímpicamente las dudas reflejadas en las pupilas castañas alcanzó unas píldoras que tenía a la mano y las empujó entre los labios de Kyo. Este seguía tan estupefacto que casi se atraganta con ellas, por lo que el Yagami, elevando un poco su cabeza, le dio a beber unos sorbos de agua.

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