El amor no cuesta nada

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Él se movía sobre sus caderas enterrándole los dedos en el pecho, cortándole la respiración. O quizás era por el movimiento sinuoso pero vigoroso de su pelvis sobre la suya, por las perlas de sudor sobre cada poro de su piel tostada, por sus dientes blancos sobresaliendo entre sus lunares con su cabeza reclinada hacia atrás, o por su cabello oscuro a composé de sus ojos cerrados. Quizás era por ser un provocador innato, por saber mover su lengua contra la suya, su falo y sus huevos, por comérselo con los ojos en cada encuentro, por provocarle una erección con un simple movimiento sin rozarlo, o por la forma en que sus glúteos se movían al caminar libres por su piso. Quizás era por todo eso junto.

Con la izquierda le enterró los dedos en las nalgas y con la diestra le agarró del cuello mientras él seguía moviéndose; apretó con fuerza al sentir el orgasmo y liberó toda su semilla en su interior junto a un fuerte y ronco gemido. Él siguió empalándose y se agarró de la mano que tenía en su cuello para indicarle que apretara un poco más; le masturbó con la izquierda y tras unos pocos movimientos más, dos largos chorros de semen se desperdigaron por su abdomen, seguidos de otros tres más cortos y con menos fuerza. Su cara estaba roja con los ojos cerrados, mordiéndose el labio de tal manera que parecía que se lo iba a romper. Le soltó y recuperó la respiración con él.

En ese momento, sólo el sonido de sus corazones y sus respiraciones se escuchó en esa diminuta casa del humilde barrio de El Libertador. Eso y el reggaetón estridente de la casa de al lado, los bocinazos de los bondis atascados en el cruce de la esquina y las contraexplosiones de las motos al corte que pasaron por la vereda, dejándolos sordos.

Su acompañante salteño se levantó de él y se tendió a un costado mientras le escurría todo el semen entre las piernas; él se quedó mirándolo como un pelotudo.

—¿Qué hora es? —preguntó entonces, mirando el techo.

—Las nueve y algo, casi las diez —contestó tras corroborarlo de su celular, que había quedado en el bolsillo del pantalón enganchado a la lámpara caída por el peso de la tela que voló hasta allí en medio de la calentura.

—Uh, qué cagada... —murmuró, suspirando.

El salteño se incorporó y se fue directo al baño; él se quedó mirando cómo ese culo respingón que tanto lo calentaba se perdía en la distancia y al poco rato escuchó el sonido del agua de la ducha.

Suspiró, tratando de no ahogarse por adelantado por lo que sabía que iba a pasar dentro de un rato. Prefirió levantarse un poco y espiarlo desde el marco de la puerta. Adoraba esa piel permanentemente tostada que había besado de arriba abajo, los lunares que la manchaban y que había marcado con su lengua —sobre todo el que tenía justo en el lado izquierdo de la cadera, en su pubis—, sus ojos oscuros como su pelo rebelde que tantas veces había jalado al tenerlo en cuatro, sus dientes tan blancos y esos labios que tantas veces se la habían mamado. No entendía cómo podía estar tan jodido con él.

El salteño terminó de lavarse el pelo y le miró, regalándole una sonrisa mientras enjabonaba su labrado cuerpo de pendejo que sabe que lo tiene todo.

—No hay tiempo de otra ronda, no me mires así —le acotó y él intentó sonreírle.

—Ya sé...

Él siguió bañándose como si nada y al final tuvo que salir de ahí antes que se le parara de nuevo y tuviera ganas de empotrarlo contra la pared como las otras veces. Se puso los calzoncillos y se prendió un pucho mientras miraba por la ventana cómo un colectivo hacía maniobras para pasar sin tocar el auto mal estacionado en la esquina.

—¿Dejaste la carne en el local? —Escuchó que le preguntó el salteño por detrás y él pegó la vuelta. Lo encontró vistiéndose a las apuradas y no pudo evitar decirle:

—Acá está.

Él se rió y le miró la entrepierna un rato antes de volver a verlo a los ojos.

—Dale, boludo. Que ya va llegar la Yenny y como no tenga la carne del asado me corta las bolas.

Su sonrisa de repente se esfumó ante el golpe de la realidad, así que optó por esconder sus muecas atrás del cigarrillo.

—Está en mi heladera. —Se la señaló con un gesto de cabeza—. La dejé apartada para vos.

De nuevo su sonrisa perfecta le deslumbró cuando se fue a buscar lo suyo y no pudo evitar lamentarse que ese pendejo sólo saliera con él por un pedazo de carne. Irónico.

Miles de veces se le había cruzado por la cabeza preguntarle si seguía creyendo que nadie iba a darse cuenta que cada vez que entraba a su local se quedaba unas horas hasta salir con las mejores presas en una bolsa, si su mujer no iba a sospechar de por qué a veces tardaba tanto de jugar al fútbol con los pibes, si no se le daba por preguntarles si iba siempre o si a veces se escapaba a otro lado, si algún vecino se le diera por comentar lo que pasaba ahí. Pero prefería evitar posibles discusiones o rupturas, aunque lo que tenían no fuese precisamente una relación.

—Vení —le pidió y él accedió aún sabiendo que sólo le comía la boca lejos de las ventanas—. Vos siempre vas a ser mi carniza favorito.

Sabía que se lo decía mitad en serio y mitad mentira, así que aprovechó a pasarle bien la mano por entre las nalgas, apretándolo contra sí para volver a juntar sus caderas.

—A la próxima te voy a cobrar intereses —le amenazó con una sonrisa torcida, haciéndose el rudo, y después le dio una fuerte nalgada.

—Lo que sea para seguir con lo mejor. —Sonrió.

Bajaron juntos las escaleras internas, pasaron por los pasillos del local y el salteño salió por la puerta de atrás, no sin antes volver a darle un beso de lengua bien cargado antes que la puerta de metal los destapara.

Intentaba no pensar, no darle vueltas a la situación. Ya era un tipo grande, tenía que saber cómo era la movida, pero con el salteño las cosas se habían salido del control y se había enamorado como un pelotudo, aun sabiendo que sólo era un closetero perdido.

Capaz sentía algo por él, no lo sabía; lo únicoque sabía era que en algún momento alguien iba a abrir la boca sobre lo quepasaba ahí y el salteño iba a tener que tomar decisiones, así que era cuestiónde esperar y darle tiempo. Para él, el amor no costaba nada.

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