Capitulo 27: Vanidad y disgusto

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Marilla, mientras regresaba a casa un atardecer de abril después de una reunión en la misión, cayó en la cuenta de que el invierno había terminado y sintió el estremecimiento de delicia que trae la primavera tanto a los ancianos y a los tristes como a los jóvenes y a los alegres. Marilla no era dada al análisis subjetivo de sus ideas y sentimientos. Probablemente imaginaba que estaba pensando en sus problemas y en la alfombra nueva para la sacristía, pero bajo esas reflexiones existía una armoniosa conciencia de campos rojos, cubiertos por neblinas de púrpura pálida bajo el sol poniente, de largas, puntiagudas sombras de pinos extendiéndose sobre la pradera más allá del arroyo; de quietos arces floridos bordeando una laguna cual un espejo; de un despertar del mundo y de un latir de ocultos pulsos bajo la tierra gris. La primavera se desparramaba por el país y el sereno y ya maduro andar de Marilla se hacía más rápido y vivaz a causa de su profunda y prístina alegría. Sus ojos observaron afectuosamente «Tejas Verdes», que asomaba entre la arboleda, devolviendo los rayos de sol que se estrellaban en sus ventanas en repetidos fulgores de gloria. Marilla, mientras recorría el húmedo sendero, pensó que era realmente agradable saber que hallaría en casa un fuego vivo y chispeante y una mesa bien dispuesta para el té, en vez del ambiente frío que encontraba al regresar de anteriores reuniones en la misión, antes de que Ana llegara a «Tejas Verdes». En consecuencia, cuando Marilla entró en la cocina y se encontró con el fuego apagado y con que Ana no aparecía por ninguna parte, se sintió justamente desilusionada e irritada. Y eso que le había advertido a Ana que tuviera el té listo para las cinco. Tuvo que despojarse rápidamente de su vestido (que era uno de los mejores) y preparar todo ella misma antes de que Matthew regresara del campo de labranza.

—Arreglaré a la señorita Ana cuando llegue a casa —dijo Marilla ásperamente mientras cortaba leña con un trinchante con más energía de la estrictamente necesaria. Matthew había llegado y esperaba el té sentado pacientemente en su rincón—. Anda vagando por ahí con Diana, escribiendo historias, ensayando diálogos u otras tonterías por el estilo, y nunca piensa en la hora o en sus obligaciones. Tendrá que terminar de una vez por todas con esa clase de cosas. No me importa que la señora Alian diga que es la criatura más brillante y dulce que ha conocido. Puede ser dulce y brillante, pero su cabeza está llena de tonterías y nunca se sabe qué es lo que hará. En cuanto sale de una extravagancia se mete en otra. ¡Vaya! Heme aquí diciendo lo mismo que reproché que dijera a Rachel Lynde. Realmente me alegré cuando la señora Alian habló de Ana como lo hizo, porque de no haberlo hecho, sé que yo hubiera tenido que decirle algo muy violento a Rachel delante de todos. Sólo Dios sabe la cantidad de defectos que tiene Ana, y estoy muy lejos de querer negarlos. Pero soy yo quien la está educando y no Rachel Lynde, que le encontraría faltas al arcángel Gabriel si viviera en Avonlea. Pero Ana no debería haber abandonado la casa así cuando yo le había dicho que se quedara y se ocupara de todo. Debo decir que con todos sus defectos, nunca se había mostrado desobediente o indigna de confianza antes, y lo de hoy me apena muchísimo. 

—Bueno, no sé —dijo Matthew, quien, paciente, discreto y, sobre todo, hambriento, había estimado que lo mejor era dejar que Marilla se desahogara, sabiendo por experiencia que ella terminaba mucho más rápido cualquier trabajo que tuviera entre manos si no se la interrumpía con argumentos inoportunos—. Quizá la estás juzgando muy pronto, Marilla. No digas que no es digna de confianza hasta que no estés segura de que te ha desobedecido. Quizá todo pueda explicarse; Ana lo hace muy bien.

 —No está aquí cuando yo se lo indico —respondió Marilla—. Creo que le será muy difícil explicar eso a mi entera satisfacción. Por supuesto, sabía que te pondrías de su parte, Matthew. Pero soy yo quien la está educando, no tú.

Era ya oscuro cuando la cena estuvo lista, y Ana no aparecía corriendo apresuradamente por el puente de troncos o subiendo por el Sendero de los Amantes, sin aliento y arrepentida ante el sentimiento de deberes no cumplidos. Marilla lavó los platos y los guardó ásperamente. Luego, como necesitaba una vela para alumbrar el sótano, subió a la buhardilla a buscar la que generalmente se encontraba en la mesa de Ana. Al encenderla, se volvió para hallarse con que Ana estaba tendida en el lecho boca abajo, con la cabeza entre las almohadas. 

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