Y sí, efectivamente; Alas Da Silba estaba loca.
—¡Aquila, ábreme o rompo la puerta, es hora de entrenar! —Escuché su cantarina voz tres semanas después de haberla conocido, al segundo día de haberme mudado con ella, intentando despertarme a las cuatro de la mañana que señalaba mi reloj.
Mi respuesta fue muy amable, por supuesto.
—¡El coño'e tu madre abrirá la puerta!
Sí, ese había sido mi primer error. En verdad sí rompió la puerta, y también levantó el colchón haciéndome deslizar hasta terminar en el suelo sobándome el adolorido trasero, e igual me jaló del brazo con tan solo mis calzoncillos hasta el comedor, donde me sirvió varias reina pepiada y bueno, se me pasó un poco la rabia.
La casa de Alas era preciosa, estaba a unos metros de la playa y a pocas horas de la ciudad, escondida por un campo de magia que la hacía invisible a cualquiera que no lo traspasara; habíamos llegado volando en su escoba, era la segunda vez en mi vida que apreciaba Caracas y Vargas desde los cielos, y había sido memorable. Desde afuera parecía un rancho sencillo, incluso tenía el techo de zinc, pero al entrar te encontrabas con que todo estaba cubierto de plantas de aquí para allá, desde helechos y cáctus comunes hasta flores de colores despampanantes y arbustos que jamás había visto en mi vida. Era grande, por dentro el techo sí tenía cemento y no te morías tanto por el infernal calor de La Guaira, además de que los ventanales permitían el paso de la brisa, aunque igual yo vivía sin camisa.
De todas formas, Alas no parecía una mujer normal y nunca me mandó a vestirme.
No era como que yo tuviera un abdomen que presumir, en verdad lo único que tenía medio marcado eran los brazos gracias a unos cincuenta años trabajando de comerciante con un vecino, pero hasta ahí. Igual en cuanto me dijo que íbamos a ir a la playa me puse una camiseta y un short; todavía no entiendo cómo no se me ocurrió ponerme protector solar.
—Correrás todo lo que tu cuerpo dé hasta que salga el sol, después volverás y comenzaremos tu entrenamiento.
Esta sí es arrecha.
Ambos habíamos bajado hasta estar en frente del mar. A pesar de la poca luz amarillenta que desprendía una piedra en su mano, pude apreciar sus ojos violetas brillar y esa sonrisa de lado que seguía siendo un enigma para mí. Su cabello bailando entre la brisa se confundía con la arena, y miré hacia la playa con una mano rascándome la nuca.
¿En qué peo me había metido, abuela?
A pesar de todo, sí lo hice. Corrí medio muerto, medité semidesnudo bajo la pepa de sol, y escuché a esa mujer con shorts y crop tops hablar hasta el mediodía sobre cómo funciona la magia al correr por tu sangre con adrenalina.
—La magia es una energía, al aprender sus leyes y cómo usarlas a tu favor ya la habrás dominado —decía, sacando de entre sus senos las llaves y después invitándome a pasar primero—. Mientras menos la usas, más se acumula, y mientras más constante es su aplicación, también lo es su desgaste, y de ambas formas influye en tu cuerpo... Ay, me dio hambre.
Alas caminó hasta la nevera, y comenzó a poner un montón de yuca y otras verduras en una olla. Sentándome en la barra que separaba la cocina y el comedor, bajé la mirada.
—Entonces, ¿si mi abuela no usaba magia desde hace siglos, por qué...? —No pude continuar. Mi garganta se contrajo y, antes de siquiera sentirlo, las lágrimas comenzaron a derramarse por mis mejillas y me tapé el rostro con ambas manos.
Escuché algo caerse y los pasos de Alas hasta llegar al frente de mí.
—Aquila, Teodora tenía mil años, su magia era muy poderosa y... y lo siento —posó sus manos sobre las mías, con delicadeza, y se las aparté, llevando mis pies hasta la habitación en frente de la de ella. No era la mía, pero junto a la mochila con mis pocas ropas, parecía ser lo único que me quedaba.
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Un juego de Alas.
RomanceA sus recién cumplidos cien años, Aquila Torres no quiere nada que se relacione con la magia, a pesar de que esta corre por su sangre. Ha dejado su casa en Mérida, luchado por encajar en un colegio de humanos en la ciudad más grande de Venezuela, y...