III: Abeja a la miel.

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Al saber que estaba enamorado de Alas, pensé que ahora el loco era yo.

Es decir, no me malentiendas. Puede que si estaba molesta fuera intimidante, y que su forma de actuar no fuera la más esperada o correcta, solo que eso la hacía más interesante y me fascinaba el hecho de que no pudiera hacer planes o controlar las cosas sin que ella encontrara la forma de cambiarlo, mejorando todo con su sonrisa y sus palabras de ayuda y acompañándome y...

Coño'e la madre.

¿Ves? Justo a eso me refiero.

El punto no es ese. La cuestión es que, cuando lo acepté, fue también el primer día que logré ganarle en una pelea, tres años después del comienzo de mi entrenamiento.

—¡¿Qué, eso es todo lo que tienes, Torres?! —me gritó desafiante, frunciendo las cejas y haciendo una mueca de burla. Me dio una estocada con su espada, haciéndome retroceder con los pies descalzos levantando arena—. ¡Vamos, vénceme sin magia, a ver si puedes!

Corrí hacia ella, pasándole por un lado y estando mi espada a centímetros de chocar con sus costillas, mas esta fue detenida por ella en un milisegundo, volviendo a estar ambos cara a cara e intentado llevar el filo hacia la piel del otro. El primero que sangrara perdía.

Según Alas, mientras mis capacidades de hacer cosas sin magia fuera mayor, también lo sería mi control de esta; ya sabía cómo usar armas de fuego, arcos y espadas, y el combinar esto con hechizos, encantamientos y pociones lo volvía un arte de guerra. Mi pregunta siempre era contra quiénes eran las peleas de los que entrenaban, pero Alas, al igual que mi abuela, nunca me respondía. Solo dejaban de brillar sus ojos, y en verdad no quería que eso pasara jamás, mucho menos por mi culpa, por lo que prefería callar a mi curiosidad tan latente antes de verla triste.

Nuestras hojillas volvieron a chocar, una y otra y otra vez; nuestros cuerpos parecían bailar de un lado a otro, retrocediendo o adelantándose, los filos amenazando y defendiendo. Ya a mis espaldas el sol estaba cayendo con sus cálidos colores, y mis adoloridas piernas querían hacer lo mismo. Con ese pensamiento me agaché, tumbando una de las largas y descubiertas piernas de Alas, haciéndola perder el equilibrio por un instante y apuntando la espada en su garganta. Me sonrío, dejó caer su espada, y aplaudió.

—¡Bravo, bravo, Monsieur Torres! —habló con cierto tono francés, alegre. Bajé la espada y también la dejé caer en el piso—. Me ganaste, eso me pasa por quedá', y yo que quería...

Antes de que ella si quiera terminara de hablar, corrí hacia ella y la rodeé con mis brazos, con toda la fuerza y el aprecio que se le puede tener a una persona al unirse en un abrazo. Por un momento se quedó tiesa, sorprendida por mi acto y lo inesperado de este, pero después fui sintiendo poco a poco cómo recostaba su cabeza en mi hombro, haciéndome cosquillas en el cuello con su trenza y poniendo sus manos en mi espalda. Alas era fuerte, gruesa y me superaba en habilidad y altura, pero en cuanto sentía su sonrisa y el latir de su corazón sabía lo comprensiva y maravillosa que podía llegar a ser. Y cada una de sus facetas me hacía sentir... me hacía sentir...

—Ya eres un mago, Aquila —suspiró, comenzando a soltarme—. Teodora estaría muy feliz de ver cuánto has cambiado.

Tenía las manos en mis mejillas, observando con ese violeta fijo hacia mí; la curva de su sonrisa era pequeña y orgullosa, y sentí que no podía pedir más por todo lo que había tenido que esforzarme esos años. Las explosiones en la cara, los hechizos enfermizos que casi me habían llevado a la muerte, los animales que me perseguían por intentarlos matar con arcos en Amazonas... todos y cada uno de los errores parecían un lindo recuerdo si los acompañaba la risa de Alas al final.

Un juego de Alas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora