1. El paradigma

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"Nunca salgas en noches de otoño".

Aquella era la inquebrantable regla que existía en el pueblo de Trocanto. Se había impuesto desde tiempos inmemorables. Nadie sabía decir cuándo había iniciado o cómo. Lo cierto era que todos la acataban a rajatabla y nadie la cuestionaba.

Al atardecer, cuando el cielo matizaba en rosados y púrpuras y las primeras estrellas hacían su aparición, casi como si fuera un ensayo concertado, todas las puertas se cerraban, las cortinas se corrían, los negocios apagaban sus luces, los transeúntes regresaban a sus hogares, incluso los contados vagabundos buscaban refugio en la iglesia. Por más que surgiera una emergencia, nadie abandonaba la seguridad de su hogar hasta que rayara el alba. El pueblo entero cesaba su actividad y se transformaba en una estampa desértica, silenciosa y fantasmal.

Esto sucedía cada año y sólo durante los meses que durara el otoño. Así había sido desde que Nivia tenía memoria.

Ella, como todo buen niño de Trocanto, acataba las órdenes de los adultos. Pero también, de nuevo como todo buen niño de Trocanto, había preguntado el porqué de aquella prohibición.

—En las noches de otoño camina un espíritu —le había respondido su madre.

Y lejos de adoptar el semblante impostado y juguetón de cuando hablaba sobre el cuco o el hombre del saco que se llevaba a los niños mal portados, esta vez lució seria.

—Nunca debes salir de noche —prosiguió con una calmada pero firme advertencia—, incluso los adultos le tememos.

—¿Qué pasa si alguien sale de noche? —inquirió Nivia en un susurro, emocionada y asustada al mismo tiempo por esa historia.

—Sólo desgracias.

A Nivia le encantaban ese tipo de relatos misteriosos, sin embargo, captó el tono admonitorio de su madre. Aquella no era una orden cualquiera, era algo definitivo. Era una tradición que se había seguido en su pueblo desde hacía generaciones. Era, lo que ella había leído, se denominaba como paradigma. Un patrón, una norma que establecía límites entre la gente, y que con el paso del tiempo se había tornado incuestionable.

Nivia era muy curiosa y no decidía si creer aquella suerte de leyenda o no, pero también se consideraba a sí misma una persona correcta. Así que desvío toda su curiosidad a otros temas como así también hicieron sus amigos. Además, el mundo estaba empapelado de misterios suficientes para distraerse todos los meses del año. De misterios y de historias.

Se podría decir que Nivia era una niña de ideas claras. A los diez años ya tenía definido lo que quería hacer con su vida, y también, por si acaso, contaba con un plan B. Le encantaba leer, le encantaban las historias, y sobre todo, escribirlas. Tenía un cuaderno con manuscritos de cuentos cortos que ella misma había ideado. Soñaba con que, en el futuro, cuando fuera candidata al Nobel de Literatura y le hicieran la clásica pregunta de cuándo había comenzado a escribir, ella podría enseñar triunfalmente ese cuaderno todo garabateado con su letra infantil. Su plan B era ser periodista, y también tenía un abanico de escenas imaginadas sobre esa profesión. Y su plan C (porque también era bueno tenerlos), era ser ambas cosas.

En aquel mismo cuaderno había dibujado una línea de tiempo de su propia vida, para tener las cosas un poco más ordenadas, claro. Concluyó que cuando cumpliera dieciocho tendría que marcharse temporalmente de Trocanto para estudiar, y por supuesto, de paso también conocería algo de mundo. Eso siempre era bueno, pero regresaría al pueblo. No había futuro que ella imaginara donde se alejara de su hogar de origen. Y allí también se casaría y tendría una familia.

Desde luego.

Y para eso también tenía un plan. Su plan vivía pasando la calle, en frente de su casa, tenía el cabello de un "castaño angelical" como a ella le gustaba describirlo, y unos comunes ojos café. Pero ella estaba convencida de que tenían una tonalidad diferente al del resto. Cuando cumplió los trece, estaba ya decidida en que no iba a tener plan B ni C, sólo uno llamado Lantés Varando.

El líder por elección democrática de los Mocoscos.

Los Mocoscos no eran sino el grupo de juego del vecindario de Nivia. Y ella era uno de ellos, por supuesto. Habían surgido de manera natural, pues al verse todos los días en las mañanas en la escuela y en las tardes en el vecindario, fue casi inevitable que ese grupo de cinco niños terminaran siendo amigos.

Los Mocoscos se llamaban así porque el panadero gruñón los había bautizado el día en que estaba constipado y su garganta estaba rebosante de una flema que no le permitía hablar bien. Para ese entonces los cinco ya andaban de arriba para abajo haciendo barrabasada y media (pero por supuesto, dentro de las normas). Y mientras el grupo observaba embobado unos panes dulces recién salidos del horno, a Ulises se le dio por tocar uno de ellos. Obviamente, las manos tan limpias como su nariz.

—¡Fuera de aquí, mo... coscos! —les bramó el panadero, y todos corrieron despavoridos.

Luego se rieron de aquella anécdota, y decidieron desde ese momento que serían siempre los Mocoscos. Lantés dictaminó que necesitaban un líder y se ofreció para el puesto, y a falta de competidor, arrasó con una unanimidad democrática nunca antes vista.

Los cinco nunca fueron más unidos que en esa época. Cada uno conocía la casa del otro, a los padres del otro, se encontraban todos los días, compartían sus pequeñas aventuras, realizaban incursiones en el bosque que colindaba con el pueblo hasta rayar la noche como prueba de valentía. Y los cinco coincidían en aquella incertidumbre temerosa por cada otoño.

Cuando tocaban el tema, ninguno tenía nada que agregar sobre el asunto. Sus padres les habían dicho lo mismo que a Nivia. En las noches de otoño un espíritu, algo maligno, rondaba cerca. Con más exactitud, en el bosque. Y nunca se debía dejar la casa durante la noche. Nunca.

Nunca.

El año en que Nivia cumplió dieciséis, inició la fatalidad. Aunque misterioso, Trocanto tenía un encanto que ningún otro lugar podría igualar. Y Nivia hubiera querido que todo siguiera así, que su vida prosiguiera con la suave naturalidad con la que se desenvolvía. Pero el viento de la fatalidad sopló para ella una noche de otoño.

Las puertas de todo el pueblo estaban cerradas y Trocanto dormía, al igual que Nivia. Sin embargo, esa noche la ventana no se había juntado bien y un viento helado entró en su alcoba para despertarla.

Nivia, algo trémula y soñolienta, se apuró a cerrarla, no obstante, aunque había evitado contemplar el exterior, una sombra a lo lejos llamó su atención y la extrajo del sopor de inmediato. Entonces se inclinó para espiar por el rabillo de la cortina.

La luz de la luna lo iluminó. Y, del otro lado de la calle, Nivia reconoció a Lantés, emergiendo de su ventana, para perderse en el desolado camino que conducía hacia el bosque.

La doncella crepuscularWhere stories live. Discover now