Cuento de sir Topacio

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El primer envite

Escuchad, señores, con la mejor voluntad,

y creedme si os cuento

las alegres aventuras

de aquel caballero de tanto arrojo

en torneos y en batallas

que se llamó sir Topacio.


Nació en un país lejano:

en Flandes, más allá del mar.

Popering fue el lugar.

Su padre era de alto rango,

pues era señor de aquel país;

gracias al Cielo hay que dar.


Sir Topacio creció hecho un apuesto doncel;

su rostro era blanco como la más blanca harina;

sus labios, rojos como una rosa,

y su color parecía teñido de escarlata.

Es la pura verdad si digo que

tenía una hermosa nariz.


Color de azafrán tenían su barba y su pelo,

y hacían juego con su cinto preciso;

sus botas eran de cuero español;

sus calzas pardas procedían de la feria de Brujas;

su ropaje de seda era incomparable,

y le había costado muchos sueldos.


Era cazador de silvestres venados,

y solía cabalgar y practicar la cetrería junto al río

con un halcón posado en el puño.

Además, era muy buen arquero,

y luchando con el cuerpo no tenía rival,

pues siempre ganaba sus apuestas.


Muchas doncellas en su cámara

habían suspirado por él con loco deseo

(mejor habría sido que hubieran dormido).

Pero él era casto, y nada libertino,

y más dulce que la flor del zarzal,

que aporta un fruto escarlata.


En verdad voy a cantar

lo que sucedió aquel día.

Sir Topacio salió a cabalgar;

montó en su corcel gris,

y, empuñando una lanza, marchó a galope,

con una larga espada al cinto.


Atravesó galopando un hermoso bosque

lleno de fieras salvajes,

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