En Tsarev, en las tierras de Tartana, vivía un rey que guerreaba contra Rusia; y en dichas contiendas muchos hombres valientes perdieron la vida. Este noble rey se llamaba Gengis-kan. En sus tiempos[260] gozaba de fama, pues en ninguna parte, ni por tierra ni en los mares, había un señor tan excelente como él en todos aspectos. No carecía de ninguna de las cualidades que un rey debe tener. Mantenía su jurada fidelidad a la fe en la que había nacido. Además, era poderoso, rico, sabio, clemente y siempre justo; fiel a su palabra, honorable, benevolente y de temperamento, constante y firme, animoso, joven y fuerte; en las armas, tan esforzado como cualquier caballero de su palacio. Atractivo y afortunado, vivía en tal real esplendor que no había nadie que pudiese comparársele.
Este gran rey, Gengis-kan, el tártaro, tuvo dos hijos de su esposa Elfeta. El mayor se llamaba Algarsif, y el otro, Cambalo. También tenía una hija, cuyo nombre era Canace, la más joven de los tres. Pero me faltan palabras y elocuencias para lograr describir la mitad de su belleza. No voy a atreverme a una tarea tan difícil; en todo caso, mi lengua no da para tanto. Para describirla a ella por completo se necesitaría a un gran poeta, diestro en retórica, y como yo no lo soy, solamente puedo hablar lo mejor que sé.
Resultó que, cuando Cambuscán había llevado la diadema durante veinte años, mandó (como creo que era su costumbre anual) que se proclamasen celebraciones de su cumpleaños por toda la ciudad de Tsarev[261], para el día preciso en que cayesen, según el calendario, los últimos Idus de marzo[262]. Febo, el Sol, brillaba alegre y claro, pues estaba cerca del punto de exaltación en la cara de Marte y en su mansión del caliente y furioso signo de Aries[263]. El tiempo era benigno y agradable, por lo que los pájaros, con el verdor de las hojas nuevas y en esta estación del año, cantaban alegremente sus amores a la brillante luz del sol, pues les parecía que habían conseguido protección de la fría y desnuda espada del invierno.
Este Gengis-kan del que hablo, vestido con sus ropajes reales y llevando su diadema, estaba sentado en lo alto de un estrado en su palacio, celebrando el festival por todo lo alto, con tal esplendor y magnificencia como jamás se ha visto en el mundo. Tardaría un completo día de verano en describir todo el espectáculo. Sin embargo, no es necesario detallar el orden por el que se sirvieron los platos, no hablaré de las sopas exóticas ni de los cisnes y garzas reales que se sirvieron asados, pues resulta, como suelen decirnos los caballeros ancianos, que algunos alimentos son allí apreciados como manjares exquisitos y, en cambio, en este país no están bien considerados.
Nadie podría informar sobre las cosas. La mañana va avanzando y no quiero deteneros; en cualquier caso, no sería más que una inútil pérdida de tiempo. Por lo que volveré a donde empecé.
Ahora, después de que hubiesen traído el tercer plato, estando el rey sentado en medio de sus nobles y escuchando a sus juglares que tocaban una deliciosa música ante su asiento en la mesa, de repente un caballero montando un reluciente corcel entró en tromba por la puerta del salón. En su mano llevaba un gran espejo de cristal y en su dedo pulgar, un anillo que brillaba como el oro, mientras que una espada desenvainada colgaba de su lado.
Tan grande era el asombro ante este caballero, que no se oyó ni una palabra mientras se acercaba montado a la mesa presidencial. Jóvenes y viejos le contemplaban fijamente.
Este extraño caballero que había efectuado esa repentina aparición iba totalmente cubierto por una rica armadura, pero no llevaba nada en la cabeza. Primeramente saludó al rey y a la reina; luego, a todos los nobles por el orden en que estaban sentados en el salón, con tan profundo respeto y deferencia, tanto en palabras como con el gesto, que sir Gawain, con su clásica cortesía, difícilmente podría superarle si pudiese regresar del país de la fantasía.
Entonces con voz enérgica expuso su mensaje ante la mesa presidencial (no dejándose nada en el tintero, de acuerdo con el estilo elegante de su lenguaje). Para dar más énfasis a sus palabras adoptó el gesto al significado de lo que decía, según el arte de la elocuencia prescribe a los que lo estudian. Y aunque no sabría imitar su estilo —que era demasiado elevado para que yo pueda llegar a él—, diré que lo que sigue es, si lo recuerdo bien, la idea general de lo que él trató de hacer entender.
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Los cuentos de Canterbury
ClássicosUna serie de cuentos escritos por Geoffrey Chaucer a finales del siglo XIV.