III *Jean-Jacques Leroy

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Cuando me di cuenta, llevaba más de 2500 palabras en este capítulo y tuve que rehacerlo. Lo siento, amo a JJ y eso afecta mi cerebro (y ganas de escribir sobre él). Está basado en el pasado de Jean y cómo se interesó por ser fotógrafo. En el siguiente se retomará el rumbo actual de la historia. 

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A los diez años, cuando su cabello era una mata de pelo oscuro y revuelto y la nariz respingada se enrojecía bajo el clima frío de Canadá, Jean-Jacques —aka JJ, para los conocidos— daba los primeros pasos en un pasatiempo fenomenal: fotografía.

Su tía Elvine, esa señora cincuentona que compartía el mismo color de cabello que su mamá -un rojizo coqueto que brillaba bajo los rayos del sol- le había regalado una cámara fotográfica para navidad. "Para que te diviertas en tus vacaciones" había dicho, guiñándole un ojo antes de apretarle una mejilla, cuidando de no enterrarle las uñas. JJ agradeció el regalo con una enorme sonrisa, como el niño educado que era, y luego se empeñó en aprender cómo funcionaba una máquina fotográfica.

La fotografía resultó ser algo apasionante desde entonces.

Era como si pudiera ver el mundo con otra perspectiva a través del lente de la cámara. Los colores, las sensaciones, todo cambiaba cuando él lo enfocaba y oprimía el disparador. El mundo detenía su girar constante en el infinito y el universo entero con su cuerda de planetas, estrellas, cometas y colores brillantes  se metía por el objetivo, ansioso de plasmar un pedazo de su vida caóticamente radiante en la retina de la máquina.

Era una sensación única que le provocaba un cosquilleo agradable en la base de la nuca. Se sentía capaz de guardar en los baúles de la posteridad aquellos recuerdos que antes estaban destinados a la incertidumbre frágil de su memoria, podía mirar una y otra vez la sonrisa amorosa de su madre cuando bailaba en el salón, con la mano de su padre amplia y firme sobre su espalda; podía rememorar la mirada azul pálida de la abuela concentrada frente al piano de cola, y las sonrisas sin dientes de sus hermanos menores. Atrapaba bajo su enfoque las cosas hermosas de la vida: los insectos brillantes y fugaces, los árboles pesados de años, las flores, las caídas de agua; las parejas de ancianos caminando de la mano por el parque, la sonrisa tímida de alguna chica de su escuela. Pronto, JJ se dio cuenta que amaba las cosas bellas, quería salir y ver lo que el mundo tenía allá afuera para ofrecerle a sus ojos. Experimentar las múltiples sensaciones y sentir ese cosquilleo agradable expandirse a través de su cuerpo como las olas adormecidas que lamen las costas de arena blanca.

Decidió estudiar fotografía, y su mundo dio un giro de costado.

¿Fotografía? ¿por qué no estudiaba administración, como su padre? ¿no sabía acaso que debía seguir la línea del negocio familiar? ¿para qué iban a necesitar un fotógrafo? «Deja los pasatiempos como lo que son, hijo. Meras distracciones de lo importante».

Lo importante, para Alain Leroy, era saber de números, relacionarse públicamente y sacar adelante un negocio que llevaba décadas y que su propio abuelo había fundado al llegar a Canadá como inmigrante francés. Jean, como el primogénito de la familia, tenía el deber de continuar el legado. Era simplemente inconcebible que desperdiciara su talento y su tiempo en ir por la vida con ese juguetito en las manos tomándole fotos al paisaje o a las niñas coquetas de la ciudad. Eso no era una profesión decente y nunca lo sería.

«Cuando seas mayor vas a darme la razón».

Pero eso no pasó.

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⏰ Last updated: Nov 18, 2017 ⏰

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