La sensación del asombro absoluto

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Desde el espacio, el planeta se veía como una pelota verdemar, salpicada aquí y allá de nubes finas y largas, como rayas de tigre. Su nombre oficial era Trappist-1e, pero los tripulantes la llamábamos Gea, la nueva madre Tierra. Era la última esperanza de la humanidad. Al menos hasta que recibimos ese mensaje, surgido desde las entrañas del coloso. 

Esperábamos un mensaje de nuestro hogar, un intento que cada año resultaba inútil. Cuarenta y dos pruebas, cuarenta y dos fallos. Era el mismo tiempo que nos tomó recorrer doce pársecs desde nuestra agonizante morada hasta esa bola de roca y agua que teníamos al frente. Nadie en la sala de control confiaba en hallar respuesta, pero el protocolo establecía que cada 365 días-tierra se debían excitar los fotones que, según las indicaciones, debían permitirnos enviar y recibir información al instante, sin importar la distancia o los obstáculos; pero nada. Se especuló mucho sobre el tema, pero las partículas entrelazadas no podían dañarse sin destruir también a sus parejas, y era la única excusa de validez que tendrían los confederados para su silencio.

—Capitán —dijo el ordenador central, una voz casi natural, con un tenue eco metálico—. No tenemos movimiento en el satélite de comunicación cuántica. Sin embargo, recibimos una señal de pulso lumínico en nuestros sensores.

—¿Pulso lumínico? —interrogó un hombre desde una silla en el centro de aquel salón. Una voz agotada y unos párpados caídos.

—Binario, señor.

La confederación, al fin se comunicaron. No pude evitar que una sonrisa ligera se filtrara de mis pensamientos. No se olvidaron de nosotros. No tenía idea de porque no usaron un medio más veloz que la luz, como el enlazamiento cuántico, pero no importaba.

—La luz viajó durante 39,3 años para llegar hasta aquí. OC, ¿puedes leer una huella tan débil? —dudó otro miembro de la sala, un hombre de cejas pobladas y canosas.

—Es un pulso fuerte, señor ministro. No presenta pérdidas.

Debieron inventar un sistema más efectivo. Era un gusto saber que la ciencia no moriría con nosotros.

Todos se mantuvieron en silencio, como si no compartieran mi emoción.

—Corre el mensaje, OC.

Al principio se escuchó la estática. Como una película mal grabada de hace cinco siglos.

—¡Retrocedan! —gritó una garganta ahogada a través del transmisor del ordenador —¡Abandonen la defensa! —Siguió el sonido de una respiración humana, de dos pulmones agitados por el esfuerzo. —Nos reuniremos en Resplandópolis. No miren atrás. La ciudad es más importante que nuestras vidas.

Volvió la estática.

—Fin de la transmisión. —articuló la máquina.

Se hizo el silencio en la cámara de mando. Mi sonrisa se deshizo en el momento que apareció la palabra ciudad. Podía entender porque no se comunicaron antes. Había problemas allá en casa. Las imágenes de Su y de Guanyu, mi esposa y mi hija, inundaron mi mente. Tuve miedo.

—Computadora. ¿De dónde provino la señal? -dijo el gruñido tembloroso del hombre a cargo, como si temiera la respuesta del cerebro electrónico.

Más silencio.

—De la superficie de Trappist-1e, capitán.

Mi pánico fue remplazado por otro sentimiento, mitad incertidumbre y mitad desasosiego. Nunca en mis 76 años de vida experimenté nada igual. Imaginé que así se debieron sentir los nativos americanos con la llegada de Europa a sus tierras. Era la sensación del asombro absoluto.

La sensación de saber que no estábamos solos. 

El encuentro con GeaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora