Vida eterna

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Encontré a Joao unas horas más tarde, en el observatorio. Intentaba estudiar más a fondo la superficie de Gea. Por las coordenadas que se anunciaban en la pantalla principal (toda la información de toda la nave, las acciones de cada tripulante, se encontraban a disposición de cualquier otro) pude notar que buscaba el punto exacto de la emisión del mensaje.

—Busca huellas de calor —dijo Octavia en mi auricular, como si leyera mi mente—. Pruebas de lo que podría ser Resplandópolis. Pretende descender en un punto cercano a dicha ciudad.

Por un momento pensé que se volvió loco, que pretendía entregarnos a los hombres y mujeres del planeta.

—¿Y qué encontró? —pregunté.

—Nada hasta el momento. El objeto tiene una atmósfera muy densa, necesaria para distribuir el calor por toda la superficie. Para obtener más datos se debe enviar una sonda; una acción aprobada solo si el referéndum falla a su favor. No puedo perder material de recirculación para la nave.

—Lo sabes todo, ¿verdad? Sabes lo que hará.

—Es mi deber estar al tanto de las acciones que se desarrollan la nave.

—¿Qué opinas al respecto?

—No tengo la capacidad de emitir opiniones, señor. —Se detuvo un momento. Escuché un ruido de estática en el fondo, como si dudara lo que diría después. —Pero según mis aproximaciones, las consecuencias resultarían fatales para el éxito de la misión.

—¿Me pides que haga algo al respecto?

—Pedir algo sería poseer pensamiento propio, señor. No, yo no hago eso.


El sonido que emitían los pasos de Joao rompieron la conversación. La voz de Octavia desapareció de mis oídos, no sin antes decir lo que podría traducirse en un «por favor».

—Debe usted saber que es de muy mala educación espiar a los demás, sobre todo si son miembros de su familia. —Allí estaban esos ojos negros. Eran grandes y sus cuencas estaban cubiertas por piel casi muerta, delgada como el papel. No había sentimientos en ellos: era una sequía, el reflejo de una tumba, era la mirada de quién observa con detenimiento a su enemigo.

Desde ese mismo instante lo comprendí. No cambiaría de opinión, cualquier tentativa de discusión acarrearía en consecuencias que no me gustaría descubrir.

—Sabías que estaba allí, me dejaste escucharlo todo. —Le dije. Era una posibilidad que traía en mi mente desde que me aparté del dormitorio de Shui.

—Por supuesto. —Por un momento creí que se reiría, pero en vez de ello se apartó y ocupó un asiento de la estancia. —La computadora lo dijo en mi oído. Creí que interrumpirías y lo echarías a perder todo, pero no lo hiciste. Te agradezco.

¿Por qué el ordenador le informó de aquello? ¿A qué jugaba?

—Aunque, siendo sinceros, no creo que tu participación hubiera cambiado mucho el panorama. —Retomó. —Tu hijo es más moldeable que una plastilina. Solo hice presión en los puntos correctos y conseguí la figurilla que necesito.

—Sabes que Rebeccah no aceptará esa traición. Antes lo mataría para volver a casarse.

—Cualquier miembro del nuevo pacto lo asesinaría si se enterase de lo que está por hacer. Morirá de cualquier modo, aquí o allá abajo. —Señaló al planeta y a su manto verde salpicado de nubes. —¿Qué más da? En la tierra moría gente cada minuto y nuevos bebés se parían a cada segundo. Muchos cayeron para enviarnos a esta órbita y muchos otros caerán antes de que podamos ser dueños de este nuevo mundo.

Por primera vez en mi vida, vi un brillo en sus ojos, casi imperceptible. Eso era lo que quería, ser dueño de Gea.

—Piensa. —Volvió a decir. La inflexión de su voz se volvió menos densa, más humana. —El gobierno de las ciencias, como siempre debió ser. Una tecnocracia en toda regla, como en las novelas de ciencia ficción. No cometeríamos los mismos errores. El método científico será nuestra biblia, nuestra constitución, nuestro dogma capital. Tal vez y algún día podríamos volver a la tierra y corregir lo que está mal allá. Si aún viven para entonces, claro.

Es cierto que la insania lo invadió entonces, o quizá desde mucho antes; no sabría decirlo. Lo que vi en el observatorio era un hombre con un puño al frente, un anciano con el ímpetu de un doncel, un tirano.

—Estás viejo —Dije—. No durarías más que unos años en el planeta. ¿Qué pasaría entonces? ¿Expondrías a la humanidad a una guerra civil?

—¿Estás seguro que nada más serían unos años? —preguntó, aunque no parecía esperar una respuesta—. ¿Estás seguro que no duraría?

Las palabras «vida eterna» vinieron a mi mente como un tornado, como cargadas por un gigante que destruyó las paredes de mi cerebro. No hacía falta que él las pronunciara, yo lo sabía.

Antes de partir, fue su principal obsesión, su obra maestra como biotecnólogo. Por lo que supe, la reparación celular nunca funcionó por completo, pero tuvo cuarenta años para corregir los errores. Vi su sonrisa; ella confirmó mis sospechas.

—Se lo diré a todos. Les diré tus planes. —Miré hacia el techo. —Octavia, ¿tienes las grabaciones de todo lo dicho en estos minutos?

—Guardo copias de seguridad de todas las conversaciones de todas las áreas de la esfera, señor. —Habló la máquina, tenía cierto aire de orgullo. —Están disponibles a petición de cualquier tripulante que las requiera.

Lo miré, pero Joao no se inmutó.

—Esperemos a que alguien «las requiera» entonces —dijo después de sostener su mirada contra la mía por un largo minuto—. A Linton le encantará saber que fue traicionado; apuesto a que le hará un lindo corte en el cuello, o tal vez sea más brutal. Con ese chico nunca se sabe.

Sentí como mi corazón se detuvo un momento, incapaz de bombear sangre a un cerebro cansado como el mío. Lo entendí. Lo supe entonces como lo supe antes de entrar a sus dominios, no podría detenerlo. Mi única función sería dejarme llevar por sus planes.

Y así fue. 

El encuentro con GeaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora