Desperté con la turbulencia.
En mi memoria, los recuerdos de sismos eran de épocas antiguas y casi olvidadas, vestigios de un pasado al que jamás volvería; sin embargo, si debía comparar dicha agitación con algo, ese algo sería un terremoto.
La esfera temblaba como si se tratara de gelatina recién sacada del congelador. Más allá de mi puerta se escucharon gritos de espanto; personas a las que no les advirtieron que sus vidas estarían a punto de cambiar. El descenso de la Horizontes a la superficie de Gea fue bullicioso y desorganizado, síntomas de que nadie conocía el manual de contingencias por más que Octavia se empeñaba siempre en recordárnoslo. Escuché también los golpes de algunas personas en los cuartos hacia las puertas, hombres y mujeres presos en su dormitorio.
Me mantuve en silencio. Yo sabía qué pasaba y a quién lo ocasionó.
La vorágine duró, para ser exactos, 27 minutos. El movimiento se detuvo cuando alcanzamos la órbita baja; incluso me pareció escuchar por primera vez en cuarenta años el ruido de los motores de la esfera calentando el aire desconocido del nuevo planeta, sonaba como música, como un concierto de Ópera.
Se abrieron las puertas y salí como un raudal en busca de Shui.
Lo encontré muerto en la sala de mando, tal y como supuse. Un charco de sangre, mi sangre, se acomodaba a sus costados, y un puñal seguía clavado en su estómago. A su costado estaba Linton, con la mirada fija en el cadáver y las manos manchadas con el líquido escarlata.
—Se arrojó contra el cuchillo —me dijo, y por la expresión en su rostro supe que decía la verdad. No era una mirada de terror, pero supe que no mentía—. Pero tampoco me arrepiento, los traidores se merecen la muerte.
Sacó el arma del cuerpo, lo limpió con su polo y lo guardó en una funda en su cintura.
—Ahora voy por Joao, no me detengas.
¿Por qué lo haría?, pensé.
Me acerqué a mi hijo, me arrodillé cerca de él y lo vi por largos segundos que se me hicieron eternos. Quise llorar, pero no pude. Entonces comprendí que sí fui un mal padre, como siempre me lo dijo. Salí de allí con el corazón hecho un puño.
El tramo final del descenso al planeta fue lento, con leves zarandeos. Para cuando aterrizamos, todos los tripulantes estábamos en la capa externa de la esfera; todos excepto Joao y Linton. No importaba dónde se pudieran encontrar.
Las personas a mi alrededor tenían el rostro cubiertos con mascarillas transparentes, elaboradas mucho antes de la llegada al planeta.
—Presurizando compartimientos de la nave.
Mis pulmones sintieron la presencia del vacío. Fue apenas un segundo, pero sentí como si me hubieran lanzado un golpe en el estómago que me dejara sin aire. ¿Así se sintió Shui?, pensé. Una porción de la atmósfera de Gea inundó los ambientes y mi piel la sintió; era espesa, como si nadara en un líquido ultraliviano, pero más denso que el aire terrestre.
Las mascarillas funcionaron a la perfección; Desintegraban las moléculas pesadas en unidades duales de oxígeno.
La compuerta principal de la nave especial Horizontes, nodriza de la misión «Una nueva patria» se abrió desde la puerta principal y una llanura amarilla se extendía hasta dónde alcanza la visión. Vi a los pobladores de la ciudad de Resplandópolis, nuestros anfitriones.
Tenían los ojos verdes como pozos de esmeralda, sus cabellos glaucos parecían hechos de clorofila. Más allá de eso, eran humanos: dos pupilas, un par de labios, dos orejas y una nariz; dos brazos, un tórax ancho y una cintura del mismo tamaño; dos extremidades inferiores terminadas en pies con cinco dedos.
Uno de ellos se acercó hasta nosotros, sin miedo. Escuché su voz, la misma voz que escuchamos en la transmisión.
—Han llegado, al fin —dijo—. Bienvenidos a casa.
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El encuentro con Gea
Science FictionMás allá de la atmósfera de Gea se oculta un misterio. La misión "Una nueva patria", llamada por los mismos tripulantes como "Sin retorno" viajó durante 42 años hacia la superficie inerte de Trappist-1e, un planeta que, en papeles, tenía las condi...